Los procesos de cambio de régimen generalmente se acompañan de una palabra incómoda y poco precisa: reconciliación. La escuchamos de dirigentes, de referentes eclesiásticos, de actores militares, pero casi nunca de las víctimas. ¿Qué implica la reconciliación? ¿Es un punto de partida o el resultado de un proceso mayor?
Como latinoamericanos sufrimos diferentes experiencias de violencia política y social. En el pasado cercano, en los países de Sudamérica irrumpieron cruentas dictaduras cívico-militares que amedrentaron duramente a la oposición política, dejando miles de desaparecidos, muertos, presos, torturados y exiliados. México no fue la excepción. Durante las décadas de los años 60, y entre los 70 y 80 específicamente, el Estado mexicano arreció contra una parte de su población con los mismos mecanismos represivos que en el resto de América Latina. En ese despliegue, los daños físicos y psicológicos significaron un antes y un después en la vida cotidiana de las víctimas, un punto de quiebre luego del cual ya nada volvería a ser igual. De esos daños, la desaparición forzada —planificada y ejecutada por el Estado mexicano— es el efecto de mayor permanencia y con el que vivimos diariamente. La desaparición es un crimen de lesa humanidad.
Discursivamente, el llamado a la reconciliación supone dejar atrás ese pasado doloroso. Sin embargo no es deber de las víctimas aceptar este llamado. Al contrario, ellas tienen el derecho de interrogar al Estado y él debe responderles con políticas acordes al daño causado.
Las personas que sufrieron la violencia de Estado requieren de espacios específicos para la elaboración del dolor sufrido. Se trata de crímenes que se ejercieron con total arbitrariedad y que depositaron en las víctimas la sospecha de que “por algo” las estaban violentando. Desde entonces, el escenario de injusticia e impunidad ha sido tal que sus historias fueron silenciadas.
Elaborar el dolor vivido no significa superar y olvidar, sino poder narrar y compartir la experiencia en marcos de escucha respetuosos. Lo sucedido en el Campo Militar número 1 durante el pasado 22 de junio articuló dos dimensiones justamente irreconciliables: otorgó legitimidad a la voz de las víctimas a la vez que negó ese mismo relato al habilitar un discurso que justificaba la represión en términos legales. Las víctimas vieron los sótanos del horror, vivieron aquello que por su misma naturaleza no quedó registrado en ningún oficio estatal; por lo tanto, su palabra merece cuidado social y político.
Las secuelas graves de la violencia de Estado no pueden repararse de forma individual ni quedar subsumidas al trabajo terapéutico que cada persona desee realizar por su propia cuenta. La reparación de un trauma social debe ser impulsada por el Estado, evitando la revictimización y propiciando el reconocimiento político del daño causado. La búsqueda de justicia es uno de los pilares más importantes para ello, pues posibilita la restitución de la dignidad para las personas violentadas. Nada más y nada menos.
En consecuencia, la reconciliación es un punto de partida ilusorio e imposible. Es una premisa condenada al fracaso. Sin construcción de verdad, sin justicia, sin escucha social, sin acciones simbólicas para la dignificación, la reconciliación parece una fantasía discursiva que exige a las víctimas una respuesta que no tienen el deber de dar.