El presupuesto básico de la libertad de expresión es el derecho de todo sujet@ a dar su opinión de manera pública sin que por ello reciba represalias. Este ejercicio ciudadano es un logro civilizatorio, resultado de distintas luchas contra la jerarquización social.
En el pasado —en las sociedades estamentales, por ejemplo—, no se podía siquiera concebir la libertad de expresión porque la organización social se estructuraba en grupos cerrados e impermeables que asumían una desigualdad esencial y estructural entre las personas. No se nacía igual porque supuestamente había seres de sangre azul.
Sólo hasta la modernidad germinó la idea de la igualdad entre los individuos, más allá de sus inconmensurables diferencias. La consecuencia política de esto es que nadie nace para mandar o para obedecer. Es la idea origen de los derechos inalienables, es decir, los derechos que no pueden ser arrebatados o cedidos en favor de otro sin despojarnos también de dignidad humana, y es el sustento básico de los derechos humanos contemporáneos.
De entre ellos, la libertad de expresión se volvió central en el momento en que quedó claro que a un sujet@ se le maniata y subordina cuando se le impide expresar sus opiniones en el ámbito público. Asunto que cobró particular relevancia a partir del siglo XIX con los procesos de participación política de la sociedad de masas y el desarrollo del estado moderno. Pero, como en tantas otras cosas, en la modernidad-capitalista, es decir, aquella que además de romper con las estructuras de las sociedades tradicionales, se subordina a la dinámica de la acumulación de valor, este derecho siempre puede convertirse en letra muerta o en formalismo vacío. Pues, en contrasentido al principio de la igualdad, que permitiría a un plebeyo cualquiera alzarse ante un noble para decir: “Soy igual que tú. Mi voz vale tanto como la tuya”, se erige una estructura social que produce desigualdades fácticas tan violentas como las del pasado premoderno.
Esto es evidente para el sentido común, pues resulta obvio que la voz de un ciudadano de a pie tiene un peso prácticamente nulo frente a lo que tengan que declarar empresarios, políticos, académicos o periodistas casi sobre cualquier tema. Estructuralmente, el ejercicio de la voz y el derecho a la libre expresión para los grupos subalternos ha sido siempre un campo de disputa más que en una realidad. Este es un efecto de una sociedad de doble moral —o triple o cuádruple— que por un lado presume la igualdad formal, pero que por la vía de los hechos rearticula constantemente formas de dominación.
Las mujeres, por ejemplo, hemos tenido que pelear por el derecho a la voz no sólo en el ámbito jurídico, sino también en el de los espacios y medios a través de los cuales podemos comunicar nuestras ideas y opiniones. Pero lo mismo sucede para otros grupos que, atravesados por otras formas de dominio, quedan sujetos a lo que de ellos tengan que decir quienes detentan los espacios de construcción de la opinión pública. Espacios que, además, hoy por hoy son mayoritariamente privados, por lo que de hecho subordinan, en mayor o menor medida, el interés público a sus fines comerciales.
De modo que no bastan los logros de las luchas de las mujeres para que cualquiera de nosotras, sólo por el hecho de serlo, pueda expresarse. Por el contrario, el camino se facilita a las mujeres que además de serlo son también heterosexuales, o pertenecen a una clase privilegiada, o gozan de capital cultural, social o político. En México a esto se suma la blanquitud, es decir, el comportamiento prototípico del sujeto imaginariamente europeizado o norteamericanizado que se adecua bien a las demandas del capital, incluso cuando no es blanco de piel.
Por esto, hablar del derecho a la libre expresión sin fincarlo fuertemente en una crítica a las más diversas formas de dominio de las sociedades contemporáneas se vuelve palabrería vacía, que resulta de gran utilidad para quienes se benefician de esas desigualdades.
Este es el límite de la base liberal de la defensa de la libertad de expresión. Y por ello, desde la izquierda, la defensa de este derecho debe ir acompañado por un sentido u horizonte de lo dicho o expuesto y por una reflexión de los medios para hacerlo.
Esto nos permite salir de la “tolerancia represiva”, como la llamó hace muchos años el filósofo Herbert Marcuse, es decir, del velo que oculta los intereses de la represión bajo la idea de que todo se vale y todo se acepta porque estamos en suelo parejo. Pero, como es evidente al sentido común, ni el suelo es parejo, ni nos va igual en la feria. Tomemos partido, entonces, por defender la libertad de expresión como un ejercicio “subversivo y liberador” que abone en la construcción de sociedades menos violentas e injustas para tod(e)s, y no como un ejercicio en el que todo se vale porque, en verdad, nada vale.