México vive una revolución transformadora, tajante y definitiva que, en tres años y siete meses del gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, ha dinamitado 36 años de sexenios que —sometidos a intereses perversos— en el pasado vendieron la patria en más de una forma y en más de una oportunidad.
Fue en 2018 que la lucha de izquierda en México logró su primer triunfo presidencial: por la vía pacífica y utilizando las mismas instituciones electorales en las que actualmente la ciudadanía aún no confía en pleno, se ganaron las elecciones más grandes en la historia del país gracias a un diluvio de votos que —como manifestación popular inmensa y firme— impidió que siquiera se intentara un fraude electoral.
A partir de entonces en México se tienen derechos que antes no se tenían en otros estados fuera de la Ciudad de México, que, gobernada por López Obrador, implementó las primeras políticas sociales no derivadas de la constitución de 1917 con una sola idea en mente: por el bien de todas y todos, primero los y las pobres.
¿Pero qué representan Andrés Manuel y su movimiento para América Latina?
La historia de la izquierda y los gobiernos opositores en la región no es desconocida, en la gran mayoría de ellos la coexistencia de ambos ha significado la muerte y desaparición forzada de millones de personas, la persecución y asesinato de dirigentes hombres y mujeres e incluso la imposición de dictaduras militares que hundieron por años a los países en la violencia y la pobreza.
Como una de sus primeras medidas de política exterior, el presidente fortaleció los lazos con países que, desdeñados y humillados por los medios masivos de comunicación mexicanos, en realidad comparten historias hermanas que hoy tienen un enemigo común: el neoliberalismo.
Las políticas gubernamentales han cruzado las fronteras y se encuentran “Sembrando vida” en Guatemala, El Salvador, Honduras, mientras se acercan a Perú, Cuba y Haití las posibilidades de su implementación, y con grandes probabilidades de instaurar allí también el apoyo a estudiantes; todo como resultado de los lazos de hermandad que unen a pueblos con historias comunes, con orígenes similares y con un futuro próspero que hasta ahora había sido arrebatado por el neoliberalismo que se instaló deliberadamente en toda América Latina.
¿Es México detonante de la transformación de otros países? Probablemente no, cada uno de ellos tiene una historia propia que habla de los esfuerzos de sus pueblos por la libertad, por construir sus propios destinos y por conquistarlos, pero —como dijera José Martí— «ayudar al que lo necesita no sólo es parte del deber, sino de la felicidad», y gracias a la victoria del pueblo, México ha retomado orgullosamente su papel en América Latina como impulsor de una política de acompañamiento, sin intervencionismo, que construye un nuevo capítulo de la dignidad latinoamericana.