Cuando egresé de la Normal, hace más de 20 años (por favor no hagan cuentas), el Estado, a través de la Secretaría de Educación Pública (SEP), me dio la encomienda de fundar una escuela en una localidad rural. Lo único que me proporcionó para ello fue una hoja de presentación que decía que yo era maestra en El Cuajilote, una pequeña localidad de difícil acceso, con pocos servicios, muchas carencias y necesidades.
La tarea no era fácil, yo era muy joven, universitaria recién egresada, acostumbrada a vivir en ciudad. Y de repente estaba en una localidad de difícil acceso, donde el camión entraba una vez al día, sin internet, sin servicio de celular, sola, con una mochila de ropa, sin salario, porque te pagan después de seis meses, fundando una escuela, y la única herramienta que tenía era una hoja de presentación.
Antes de poder inaugurar la escuela, tuve que hacer un censo, hablar con la gente, organizar, dar clases en lugares prestados, pedir cosas regaladas, hacer faenas, inventar actividades para recaudar dinero, llevar oficios, vivir en la localidad, ganarme la confianza de la gente y muchas cosas más. Después de mucho trabajo comunitario, a los dos años, aproximadamente, inauguramos nuestra escuela, que llamamos “Paulo Freire”.
Trabajar en El Cuajilote fue una gran experiencia de vida que me permitió conocer de cerca otras realidades, terminar de formarme como docente, adquirir ciertas habilidades, entre otras cosas, pero también me permitió entender cómo estaba estructurado el sistema educativo en México. El Estado había transferido la responsabilidad del mantenimiento de las escuelas a las comunidades, pero sin ofrecer las herramientas o los recursos necesarios y suficientes. Los recursos siempre eran otorgados con muchas dificultades, como pequeñas dádivas, monedas de cambio o favores especiales; cuando llegaban, los daban etiquetados, sin posibilidad de intervenir o decidir. Esta anécdota personal no era un hecho aislado, sino algo común. Los y las maestras eran los encargados de gestionar los recursos para construir y mantener escuelas, desde que soy maestra así ha sido. Sin embargo, nunca me había tocado ver tantos recursos invertidos en educación y tantas escuelas beneficiadas como hoy día. Dignificar las escuelas era una tarea prioritaria, muchas de ellas carecían de lo básico, y hoy se ha beneficiado a miles.
La escuela donde trabajo actualmente fue beneficiada por el programa federal, el apoyo llegó al comité, la comunidad escolar decidió cómo emplearlo y los trabajos de mantenimiento y construcción se están haciendo; en la comunidad escolar sentimos que ese recurso está rindiendo muchísimo, porque un recurso bien administrado, sin moches, sin precios inflados, ni pagando intermediarios puede alcanzar para mucho.
Como educadora me parece que se está resarciendo una deuda histórica con la educación, mejorando los planteles, dignificando los salarios, reduciendo el analfabetismo, y aunque aún faltan cosas, el ejemplo de gran inversión del Estado a la educación ya se dio.