Tras el sismo del 19 de septiembre de 1985, la fisonomía de la Ciudad de México cambió para siempre, también quienes vivimos en ella. Marcó un antes y un después en la cotidianeidad del chilango, quien a partir de aquella fecha tiene como parte de su día a día el estar preparado para intentar resistir un temblor. La alerta sísmica, el punto de reunión y la consigna de no correr, no gritar y no empujar son parte medular del capitalino, como lo es también la solidaridad.
Miles, tal vez millones son los testimonios de lo ocurrido esa mañana y los días posteriores, cada uno de ellos relata un panorama con perspectivas de escombros, polvo, dolor, miedo, llanto, pérdida y muerte. Entre sirenas, las personas que se dirigían a sus trabajos, a las escuelas o a sus actividades comenzaron a percatarse de la magnitud de los daños. La cifra de heridos fue de 40 mil, y la de las personas que perdieron la vida es desconocida, nunca se sabrá. Miles de familias perdieron su vivienda, muchos tuvieron que vivir durante años en albergues.
Con el derrumbe de hospitales —entre ellos el Centro Médico y el Hospital Juárez—, de conjuntos habitacionales —como el edificio Nuevo León del Conjunto Nonoalco Tlatelolco—, de inmuebles —como El Hotel Regis, el Hotel Versalles, la Torre 4 del Conjunto Pino Suárez, el Tribunal de Justicia del Distrito Federal, el Súper Leche y una lista de 400 edificios—, la Ciudad de México se partió a la mitad… ¿y la ayuda?… la autoridad se paralizó, quedó inmóvil, por lo que la sociedad civil formó legiones de capitalinos que de manera espontánea se dieron a la tarea de rescatar a sus familiares, a sus conocidos y desconocidos, a hombres, niños y mujeres que desde los escombros pedían ayuda, y así, sin mayor experiencia, se formaron cadenas humanas que recogían cascajo para intentar sacar a los sobrevivientes. De todas las clases sociales, cada minuto se sumaron voluntarios, la respuesta masiva fue inmediata. No hubo ni chairos ni fífís, sólo mexicanos.
Aquel terremoto dejó heridas profundas que con el paso de los años fueron cicatrizando para volverse a abrir, en el mismo lugar exactamente, 32 años después, el 19 de septiembre de 2017. Y la solidaridad, de nuevo, no se hizo esperar, la ciudadanía se adelantó a las autoridades y se coordino con ellas en las labores de rescate para, una vez más, dejar a un lado filias y fobias en la lucha por un objetivo colectivo: avanzar ante la tragedia, priorizar el sentido común.
Una vez más, este año, también en 19 de septiembre, se registró un sismo de gran magnitud que, aunque no causó mayores daños en la Ciudad de México, volvió a levantar heridas nuevas sobre cicatrices viejas. Bien vale darle una pensada a la solidaridad que nos caracteriza para que, sin que su acción sea necesariamente respuesta ante una tragedia, pueda formar parte del mismo sentido de avanzar más allá de simpatías o antipatías políticas, y que figure en la transformación de la vida pública del país que se construye actualmente, ya que esta no sólo representa a un gobierno o a un movimiento político, sino a la totalidad del pueblo de México. Porque ningún mexicano, aunque quisiera, es ajeno a la cuarta transformación, como tampoco lo es a la solidaridad.