De adolescente, fui seleccionado para participar en un programa de verano en Washington DC dirigido a estudiantes interesados en hacer carrera en la política. Para un chico de un pueblo donde no pasaba gran cosa, llegar a la gran capital le causó una gran impresión —un efecto no casual, sino diseñado. Durante una semana embriagante, nos reunimos con diputados federales, ocupamos curules en la Cámara de Representantes, conocimos la Casa Blanca y la Suprema Corte, y nos vestimos de traje para asistir a una obra de teatro en el Centro Kennedy.
En medio de ese torbellino de actividades, una en particular destaca en mi memoria: la visita de un agente de la Administración para el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés). Se trataba de un señor alto, apuesto, bien vestido, que después de repartir unos folletos informativos nos habló de las oportunidades de carreras en la agencia. Fue una charla persuasiva: ¿quién no quisiera servir a su país combatiendo el azote de las drogas? George Bush padre acababa de invadir Panamá para capturar a Manuel Noriega, su exinformante en la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por su sigla inglesa), y enjuiciarlo en Estados Unidos como narcotraficante. El antecesor de Bush, Ronald Reagan, había llevado su “guerra contra las drogas” de los barrios pobres de su país a los empobrecidos de América Central. Sobra decir que el asunto estaba en el aire.
Hacía un par de años, la película Los Intocables (Brian de Palma, 1987) había llegado a los cines. Como pasaría posteriormente en Washington, nos quedamos admirados con la galante figura de Kevin Costner como Eliot Ness, el agente federal encargado de tumbar al mafioso Al Capone, al son de una memorable banda sonora de Ennio Morricone. La popularidad de la cinta —no sólo entre los jóvenes impresionables que éramos en aquellos tiempos— no es tan difícil de entender, dado que es la quintaesencia del mito que Estados Unidos se ha contado a sí mismo a lo largo de la historia. El agente gubernamental blanco e intachable, de origen nordeuropeo (“países noruegos”, diría Xóchitl Gálvez) entra al inframundo para enfrentarse al gángster gordo y feo, hijo de inmigrantes italianos, para proteger la pristinidad del país ante el azote de, en este caso, el alcohol. Aunque Ness no formaba parte de la DEA (que se fundó hasta 1973), la historia es la misma. Basta sustituir italianos por mexicanos y alcohol por fentanilo y hallaremos el mismo relato que los medios estadounidenses siguen contando hasta hoy.
Estas primeras semanas de 2024, sin embargo, vimos el verdadero rostro de la DEA, más allá de la máscara y los mitos: una agencia corrupta, comprometida y más que dispuesta a meter su cuchara en la elección mexicana de este año como venganza por las limitaciones legales puestas a sus operaciones. Una oficina que, en lugar de levantar un dedo para detener las actividades ilícitas de Genero García Luna en los años más oscuros de Felipe Calderón, estuvo ocupada en el intento de fabricar un delito contra la campaña de Andrés Manuel López Obrador. Una agencia valiente e heroica que prefiere esconderse detrás de filtraciones oportunas a la prensa. El nado sincronizado entre ProPública, Deutsche Welle e Insight Crime fue triste, pero también torpe. Los golpes han perdido las garras. Por ahora; no hay que confiarse.
Me pregunto, a veces, si alguno de mis compañeros en ese viaje terminó entrando en la DEA. Espero que les haya ido bien. Por mi parte, las pocas veces que he regresado a Washington desde ese entonces la veo con ojos muy diferentes. De todas las cosas del mundo, recuperar la inocencia de la juventud es una tarea imposible.