Ficción

Columnas Plebeyas

Hace diez años, en la Universidad de la República, Uruguay, viví una situación muy particular en el marco de un congreso sobre terrorismo de Estado y sus efectos en las sociedades del Cono Sur. Había sido invitada para compartir avances de mi investigación sobre el exilio frente a un público nutrido de uruguayos con varios años más que yo. Cuando mi intervención terminó, los comentarios personales sobre las trayectorias de exilios y retornos no se hicieron esperar. Se habló del dolor de la partida, de la importancia de la memoria, de los hijos que sufrieron el destierro y de los desencuentros posdictadura entre los que se fueron y los que se quedaron. Los diálogos eran fluidos, había gestos de confianza y se respetaban ciertos códigos de camaradería. Cuando el panel académico se convirtió en una charla entre cuates, una de las asistentes exclamó: “Todos aquí vivimos el exilio y sabemos de lo que estamos hablando. Bueno, todos menos Soledad, que es la que nos investiga”. 

Ese señalamiento me acompaña desde entonces, pues, como adelanté en mi columna anterior, existen prácticas internas en el campo académico y universitario que establecen una distancia forzada entre dos mundos: el de las víctimas y el de sus expertos o estudiosos. El primer mecanismo para sostener esa separación es desalentar a las personas a estudiar temas dolorosos de su propia historia. El segundo mecanismo se despliega en nuestra formación y en ciertos marcos ficticios que interiorizamos antes de “salir” a investigar. 

Una de esas ficciones se da durante las entrevistas que realizamos para nuestras investigaciones. Buscamos a personas que hayan estado “allí”, que nos puedan hablar sobre la violencia de Estado con total franqueza, que nos ayuden a entender cómo fue posible, que nos digan qué recuerdan sobre eso que vivieron y qué opinan sobre ese pasado o sobre su presente. Muchos creíamos saber hacer entrevistas hasta que nos topamos cara a cara con los entrevistados, esas personas que no ofrecen datos duros ni son máquinas buscadoras de información. Inauguramos espacios de escucha singulares, que se construyen gracias al diálogo y a una disposición a entender más allá de toda la bibliografía que leímos. Y si bien ocupamos un lugar de poder, porque somos los que hacemos las preguntas, en ese devenir circulan emociones, recuerdos dolorosos, anécdotas y detalles de la vida personal de cada uno. Algo del entrevistado se queda en nosotros y no en nuestra grabadora. 

Nos advirtieron que si éramos víctimas no podíamos estudiar experiencias que nos involucraran. Pero también nos mintieron cuando nos dieron manuales de metodología con técnicas de investigación “neutrales”. No existe la entrevista perfecta, acorde al manual. Construimos información sensible poniendo el cuerpo cuando preguntamos, y seguramente hay un mar de lágrimas que brota cuando volvemos a casa y tratamos de decir algo “científico” sobre el horror que nos acaban de narrar.

Entonces se genera aquello que tanto tratamos de evitar: nos involucramos. Escuchamos para develar horrores y al hacerlo convertimos una entrevista en un momento político. Quienes investigamos sobre las violencias del pasado y el presente, aun sin haberlas vivido, tarde o temprano lo sabemos: en cada cosa que decimos y en cada cosa que callamos, tenemos una enorme responsabilidad.

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