Mi amor no precisa fronteras
como la primavera,
no prefiere el jardín.
Silvio Rodríguez – Por quien merece amor.
No sin sorna, aunque con cierta clarividencia involuntaria, Enrique Krauze bautizó en 2006 al presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, como el mesías tropical. Todavía hoy, innumerables académicos, intelectuales y opinólogos recalcitrantes, acusan de irracionales a quienes, devotamente, le profesan mucho más que simpatía.
En algún sitio leí que la gente le pide al Diablo lo que Dios ha fallado en otorgarles, prosperidad, salud y bienestar, en el mejor de los casos. Siguiendo la proposición lacaniana de que las instituciones hacen sus veces de metáfora paterna, Dios además es otra forma del Estado. Ciertamente, el otrora Estado neoliberal es el padre de la desigualdad mexicana y más tarde que temprano, habría de ser refutado por el mismo personaje al que se encargaría de demonizar, un falso mesías con acento tabasqueño y un mensaje ferozmente subversivo: ¡Por el bien de todos, primero los pobres!
Corro el riesgo, después de todo, aquella devoción no me parece del todo irracional si se toma en cuenta que López Obrador, ha devuelto, prometeicamente, a los ninguneados, su capacidad de incidir en la realidad.
Lejos de prometer el colmo y la Bienaventuranza Eterna, ideólogo del movimiento que encabeza, López Obrador además ha postulado una ética realista sobre el ejercicio de poder. Cuando afirma que la política es optar entre inconvenientes, admite una falta primordial que sólo el pueblo puede sopesar delegando sus responsabilidades bajo un principio rector: Se manda obedeciendo, porque el fin último del Estado, según el propio Obrador, es el de crear las condiciones para que la gente pueda vivir feliz y libre de miseria, ni más, ni menos.
Precisamente, uno de los efectos de regresarle al pueblo el poder que le robaron, es el de la discordia. La palabra polarización se repite incontables veces en un sinnúmero de análisis que parecen escritos por la misma pluma. Todo ello, so pretexto de la necesidad, sólo suya, de una supuesta reconciliación nacional que pugna, en realidad, por despolitizar a todos aquellos que luego de ser los nadies, han retomado las palabras de Allende cuando afirma que la Historia es nuestra y la hacen los pueblos.
Sí, López Obrador es un peligro para México, para ese México en el que la política era asunto de unos cuantos, para aquel país en el que el voto era secreto y que enseñó a sus comensales a no hablar de política en la mesa.
Sin embargo, este atípico mesías, para estupefacción de Krauze, no se considera salvador de nadie, por el contrario, afirma que sólo el pueblo puede salvar al pueblo y que el poder únicamente tiene sentido cuando, puesto al servicio de los demás, se convierte en virtud.
En ese sentido, lejos de ser mesiánico, el obradorismo es un humanismo mexicano. Humanismo porque, como diría Jean-Paul Sartre: “Recordamos al hombre que no hay otro legislador que él mismo, y que es en el desamparo donde decidirá de sí mismo; y porque mostramos que no es volviendo hacia sí mismo, sino siempre buscando afuera de sí, un fin que es tal o cual liberación, tal o cual realización particular, como el hombre se realizará precisamente en cuanto humano”.
Si alguna enseñanza nos ha dejado el proceso de Transformación en México, necesariamente ésta ha de ser, por cuanto de imposibilidad implican los límites del tiempo y las condiciones materiales, que elegir significa renunciar. No es esta una forma del pesimismo, sino un intento urgente por vislumbrar en la falta, cierta capacidad operativa. Lejos de la utopía, nos encontramos aquí ante lo real insoportable e ineludiblemente, llegados a este punto, habremos de construir una ética del deseo.
Tampoco es este el campo colmado de flores que prometen los mesías y, sin embargo, como apuntó Silvio Rodríguez, saber renunciar a la primavera, hace posible otro jardín.