Hace un par de días una nación ajena y un héroe foráneo nos mantuvieron al filo del asiento a los amantes del balompié y también a los incrédulos. Algunos, inclusive, nos unimos a las cábalas argentinas en búsqueda del triunfo albiceleste. Funcionaron. Videos de júbilo inundaron las redes. Imágenes de fiesta y triunfo que, no sin un poco de resquemor, nos llevaron a preguntarnos: ¿y nosotros cuándo?
Mucho se ha apuntado sobre las taras que tienen raptado al futbol mexicano. Ríos de llanto y tinta han fluido por aquello que nos arrebató la posibilidad de ser campeones del mundo y que también dejará fuera a la sub-23 de la Copa Indonesia 2023 y de los Juegos Olímpicos París 2024: la apropiación del futbol nacional por la aplicación de criterios de eficiencia económica en vez de principios deportivos.
Es precisamente esa lógica neoliberal y meramente económica la que se oculta detrás de la desaparición del descenso en la Liga Mexicana, de la imposibilidad material del ascenso, de la falta de exportación de jugadores, del absurdo repechaje, del incremento en el número de extranjeros y del sistema exorbitante de retribución a los jugadores. Es así y así será.
Le asiste entonces la razón al presidente cuando señala que se necesitan escuelas y que se destinen recursos para formar buenos futbolistas. Se equivoca al apuntar que aquello le corresponde al sector privado. No perdamos de vista el balón: la Federación Mexicana de Futbol (Femexfut) es una asociación privada con intereses de la misma clase. No tiene incentivos para regresarnos el futbol. Ningún estímulo para devolverle al pueblo lo robado. Ya lo decía Yon de Luisa después de la eliminación del Tri en Catar: “No es necesario una renuncia, los dueños van a tomar la decisión …”
Así no. ¿Entonces cómo sí? Miremos al sur. Pierre Arrighi en el tomo dos de su libro Geografía futbolística de Montevideo detectó cada una de las canchas de futbol en funcionamiento en la capital uruguaya. Encontró miles y documentó cómo cada año el número se incrementa entre 60 y 100. En contraste, en la capital de México, una ciudad con 7.53 millones más de habitantes que la charrúa, según información del Registro Nacional de Infraestructura Deportiva (actualizado hasta 2015), existían tan solo 700 canchas. Lo mismo sucede con la proporción de clubes que forman cuadros jóvenes. En Uruguay, un país con tres millones de habitantes, existen 28, mientras en México tenemos sólo 35. En Argentina tienen 103, en Brasil 168.
La existencia de importantes cantidades de canchas y centros de entrenamiento —como los centros élite de formación de jugadores franceses— no sólo habla de una ciudad que vive por y para el futbol, también incrementa el ratio de jugadores que posteriormente pueden ser captados como talento nacional. Esto, insisto, no será implementado por una federación o una liga que viven del statu quo. Requiere de una acción estatal contundente. Así fue, por ejemplo, que el Estado, a través de la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu), decidió en 2021 intervenir 38 estadios y centros deportivos conforme al Programa de Mejoramiento Urbano.
Programas estatales de adaptación de centros deportivos, apertura de espacios de difusión y promoción, organización de competencias locales y apoyo para la participación en torneos internacionales no sólo garantizarán nuestro derecho a la cultura física y a la práctica del deporte protegido por la constitución, también impactarán en la habitabilidad de nuestras ciudades, fomentarán la salud y la cooperación y garantizarán el acceso a espacios de creación de comunidad y que refuerzan la identidad nacional. Como premio adicional, quizás (sólo quizás), si rechazamos la construcción de más Mitihaks y exigimos más canchas, rocemos con los dedos la Copa del Mundo.