No creo que haya pregunta más ardiente que el devenir histórico de lo que todavía no pasa. El obradorismo será un tema muy interesante para los historiadores y politólogos del futuro. Habrá, en los próximos años, como siempre, contradicciones, momentos definitorios, luchas internas y dilemas imposibles. Pero partamos, por hoy, de lo siguiente: que hay algo que se llama obradorismo y que continuará muchos años o décadas más.
Para esto, partamos de que el obradorismo no requiere de Andrés Manuel López Obrador para vivir, tal como el zapatizmo, por poner un ejemplo, no requiere de Emiliano Zapata para vivir. Partamos de que el obradorsimo constituye un significante vacío (como diría Ernesto Laclau) y, en cuanto tal, en cuanto vacío, no depende de una persona que lo llene; partamos de que el significante vacío equivale a lo que en Jacques Lacan se llama el Nombre-del-Padre; si bien Laclau no lo mencionó de esa forma, basta poner un poco de atención para advertir la cantidad de veces que se acercó a esta equivalencia de términos.
Para Lacan la función del Nombre-del-Padre no es igual a un padre, no depende del progenitor para operar, y, en este sentido, como el significante vacío de Laclau o el Nombre-del-Padre de Lacan, el obradorismo no requiere de Andrés Manuel para funcionar.
La pregunta es, pues, cómo se va a construir, una vez echado a andar el obradorismo como puro Nombre. Dicha pregunta imposible obliga a pensar teóricamente. En tanto que no podemos formular esta pregunta a los historiadores del futuro, se la tenemos que formular a la imaginación, al deseo o, ¿por qué no?, a la lógica.
Yo diría que el secreto está en el desarrollo de dos grandes temas: la construcción institucional, por una parte, y la reivindicación del pueblo, por otra. López Obrador divide y polariza con una mano y con la otra administra y construye para todos. Creo que esa ha sido la fórmula del éxito. Se trata de un fenómeno político extraordinario: con una mano restriega a los opositores y con la otra los acaricia y suaviza, es como si los diferentes sectores estuviesen al borde y sólo los muy extremos, muy “listos”, como Héctor Aguilar, Enrique Krauze y otras lumbreras, se negaran por principio y en su negación no hicieran otra cosa más que el ridículo.
AMLO es un político excepcional, pero, más allá del adjetivo, el asunto es la doble vertiente, cuyo manejo lo hace tan impactante. Por un lado, la vertiente política del todos somos racionales y hablando se entiende la gente, la posibilidad de reconciliación, la construcción de una nación (por el bien de todos) y, por otro, la vertiente —también política— del no somos iguales y jamás nos entenderemos: unos luchan por conservar sus privilegios y nosotros por los intereses del pueblo (primero los pobres). De un lado la administración y la unidad que me parece representar, en este momento de transición, Juan Ramón de la Fuente, y del otro lado, la polarización; a pesar de que a muchos no les guste el término.
Creo que el obradorismo se va a debatir entre estos dos extremos laclausianos: la ruptura y la institucionalización; y, aunque el acento lógico en este momento —después del movimiento de ruptura que ha significado este sexenio— sea la institucionalización, creo que será fundamental mantener abierta la verdad popular con su división constitutiva. Creo que el diálogo con todos los sectores (los diálogos por la transformación) es fundamental, pero que la forma de no olvidar al pueblo pasa por reconocer que hay dos lógicas irreconciliables de nación; de otra forma, la unidad nacional se construiría —inadvertidamente— junto a los ladrones, autoritarios, hipócritas y corruptos.