El neoliberalismo fue un régimen basado en la corrupción: no era posible impulsar medidas como la privatización de servicios y derechos sin el juego de complicidades que inició con la fusión de los dos partidos de derecha, Acción Nacional y Revolucionario Institucional —el llamado PRIAN— y que terminó con la cooptación del Partido de la Revolución Democrática (PRD) en 2012, a través de la plataforma peñanietista conocida como Pacto por México.
Ese fue el momento en el que el obradorismo decidió construir una alternativa independiente y totalmente alejada de los partidos de la oligarquía y su proyecto de nación.
El objetivo era claro: ganar la presidencia en 2018 e iniciar un nuevo proceso de transformación, esta vez por la vía pacífica y democrática. El reto no era menor, si ya de por sí resultaba casi imposible construir una estructura territorial con la capacidad de lograr el registro como partido político y que en menos de cinco años tuviera la capacidad de ganar el ejecutivo federal y las mayorías legislativas, teniendo en contra a las autoridades electorales; así, además lograr una revolución profunda por la vía electoral y pacífica es una hazaña muy cercana a una auténtica utopía.
Uno de los grandes obstáculos fue la configuración política nacional. Para comprender a los partidos políticos es necesario identificar al menos una gran variable: sus liderazgos y dinámicas regionales. Estado por estado, hay una configuración política bien delimitada a pesar de la irrupción política que ha significado el obradorismo; es decir, el grupo de personas que se dedican de manera profesional a la política es muy reducido y lo es aún más el que tiene las condiciones para influir en el resultado electoral.
Por ello, para que el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) se consolidara como la gran hegemonía que hoy es, ha sido indispensable convencer a una gran cantidad de actores que militaban en aquellos otros partidos de la necesidad de construir un escenario político distinto, con reglas democráticas claras, con auténticas posibilidades de avanzar en sus respectivos proyectos políticos y alejados de las dinámicas corruptoras y corrompidas que han provocado el justo descrédito por el cual los partidos administrados por el gerente X. González están hoy arañando el registro.
Son muy claros los mínimos irreductibles que debe respetar quién desee sumarse: aceptar que la decisión final de quienes encabezarán las candidaturas recae en manos del pueblo a través de las encuestas, comprometerse desde sus espacios con la austeridad republicana, la economía moral y el humanismo mexicano, e impulsar la consolidación del estado de bienestar. Por supuesto que en estos años ha habido muchos que traicionaron estos acuerdos básicos, algo que no sólo se ha dado por parte de algunos recién llegados, sino también entre algunas personas fundadoras del movimiento que han desviado el camino. La política para la transformación es muy agotadora, hay quienes se cansan de luchar y sucumben ante el poder, la fama y el dinero; también están los que siempre fingieron estar de acuerdo con el proyecto para lograr sus objetivos personalísimos, ese es un fenómeno inevitable que seguirá ocurriendo, insisto, entre recién llegados o militancia fundadora.
Es lógico que esta política de alianzas genere molestias entre un sector de la ciudadanía que simpatiza con el obradorismo y que no sólo ha votado e incluso hecho operación política en contra de los partidos de la oligarquía, sino en contra de las personas que los integran. Es normal y hasta deseable esa indignación porque es la base de la observancia ciudadana: hoy el pueblo no sólo vota, también vigila, presiona, empuja y cada vez tiene más herramientas de democracia directa para que su voluntad se haga valer.
En el punto que quiero enfatizar figura que la postura de puertas abiertas no es coyunturera, no está atendiendo sólo el proceso electoral en turno, la suma no es a cambio de prebendas, y la mejor muestra de ello es que hasta ahora las principales candidaturas están en manos de dirigentes que fundaron Morena o que se sumaron hace al menos seis años (presidencias de 2018 y 2024, las 22 gubernaturas y las que estarán en disputa el próximo año). Auténticamente, esta estrategia es un intento por reconfigurar la arena política, se está convocando a los actores políticos de derecha e izquierda a disputar ideológica y territorialmente el poder desde el partido y en el contexto de la cuarta transformación de la vida pública nacional. Ni más ni menos.
No se trata de ganar por ganar y mucho menos de impulsar un Estado de partido único. A todas luces la construcción de este frente amplio popular busca reconfigurar el escenario político reduciendo a su mínima expresión a las estructuras de la oligarquía para seguir combatiendo la pobreza, para consolidar la democracia participativa, para que las condiciones de México en un contexto de reorganización política y económica global se orienten hacia la construcción de un auténtico estado de bienestar. Para ello es indispensable sumar y para sumar se debe comprender que la confrontación no es contra las personas, sino contra las estructuras políticas que se corrompieron hasta provocar la peor crisis humanitaria en la historia de nuestro país. Tal vez, si esta transformación hubiera sido por la vía armada, no habría sido necesario avanzar por la ruta del convencimiento, pero la convicción de la cuarta transformación es irreductiblemente democrática. Y eso significa diálogo, acuerdos, sumas y, sobre todo, paciencia histórica.