Democratizar la educación pasa por una reforma educativa clara para todos. La sociedad mexicana lo merece y lo demanda. Y parecería condición básica de un modelo educativo que entre sus principios asume la centralidad de la comunidad para la toma de decisiones.
Argumentar en favor de la necesaria socialización del sentido de la reforma educativa me obliga a recordarnos que hace cuatro años millones salimos decididos a ejercer nuestro derecho al voto en un sentido que virara el decurso de la política nacional.
En mayor o menor medida, este cambio expresó la fuerza de una sociedad crítica que vio reflejadas sus demandas sociales en la plataforma política presentada por el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) y por su dirigente Andrés Manuel López Obrador. Sin esa sociedad dispuesta a dar un golpe de timón, ni el mejor dirigente ni el más coherente programa de justicia social habrían llegado al poder.
Bajo esta premisa, me parece relevante insistir en que esa sociedad crítica sigue ahí, y que tiene el derecho a solicitar que se la haga partícipe de los fines, medios y orientaciones de las reformas con las que se busca consolidar un nuevo proyecto de nación. Particularmente ante esta reforma que, a diferencia de la energética o la electoral, por su naturaleza toca una fibra sensible y profundamente vulnerada en este país: el derecho a la educación.
Si uno se detiene a revisar los documentos clave del proyecto de la Nueva Escuela Mexicana y el nuevo Marco Curricular, se advierte una perspectiva progresista, tolerante, multicultural, comunitaria y con perspectiva de género. Muestra de que los responsables de estos documentos imaginaron un cambio importante en el sustrato ideológico que alimentará la política educativa, pero que no está exenta de contradicciones. Por lo pronto, destaco que hay tres ámbitos de orden procedimental y no de contenido, en los que detecto deficiencias.
El primero, el diagnóstico del que deriva la propuesta; paso ineludible si se tiene en cuenta las afectaciones educativas propiciadas por la pandemia. El segundo es su implementación, que pasa por la capacitación y dignificación de los docentes, los procesos de adecuación para cada nivel de estudios y los canales de medición de su efectividad, entre otros. Y, más importante por integrar los anteriores, el tercero es el lugar que ha ocupado el magisterio en la construcción de la propuesta.
Sobre este último, según se ha informado, se realizaron procesos de consulta como asambleas, sin embargo, una buena parte de ellas ocurrieron por videoconferencia, y su impacto se ha medido, por ejemplo, por el número de reproducciones de sus grabaciones. Esto no puede más que producir importantes preguntas. ¿Cómo sostener una propuesta que pugna por una educación centrada en el valor de la experiencia del sujeto para el proceso de enseñanza-aprendizaje, que al mismo tiempo pareciera haber dejado fuera buena parte de la experiencia del magisterio?, o ¿cómo se puede asumir el valor de la comunidad y la pluriculturalidad de México si no se convoca a la sociedad a discutir de manera abierta e informada el proyecto?
Frente a ello, se han levantado muchas voces. La sociedad diversa, plural y, a veces, antagónica que somos, tal como en 2018, muestra madurez al preocuparse por la futura formación educativa. Asunto que es competencia de la Secretaría de Educación Pública (SEP) y del magisterio nacional, pero que no por ello escapa del interés público. De modo que lo más coherente con una transformación radical de las conciencias sería socializar su potencial y someterlo al escrutinio colectivo. Eso es hacer comunidad, eso es transformar.