El modelo de desarrollo de los gobiernos neoliberales operó bajo dos premisas fundamentales. La primera, que la inserción de México en la economía global debía tener como eje la mano de obra barata. Desde esta perspectiva, sus voceros no se cansaban de repetir que la forma en que el país debía competir en atraer inversión extranjera era asegurando a la empresas la disminución de un costo fundamental: los salarios de sus trabajadores.
La consecuencia más visible de esta premisa fue el estancamiento del salario mínimo por más de 40 años. Que los salarios en México fueran de los más bajos de la región fue una acción deliberada, encaminada a asegurar mejores márgenes de rentabilidad a las empresas. Sin embargo, esta política tuvo efectos sociales mucho más amplios, como lo atestiguan diversas ciudades fronterizas, verdaderos laboratorios del experimento social neoliberal. Con empleo precario, ausencia de vivienda e infraestructura urbana adecuada para contener a los contingentes de trabajadores y trabajadores que se desplazaban a estos centros urbanos, aumento de la criminalidad y un largo y triste etcétera.
La segunda premisa en la que se basó el modelo de desarrollo neoliberal se sintetizaba en la convicción de que la “mejor política industrial es la que no existe”. El Estado debía limitarse a ofrecer seguridad jurídica, mantener salarios “competitivos” y asegurar las condiciones sociales mínimas para sostener el flujo de trabajadores.
Sin embargo, el 2018 significó el quiebre del consenso en torno a este modelo de desarrollo. Precisamente, el aumento de los salarios y la recuperación del papel del Estado en la planeación y conducción de la economía marcan un claro contrapunto respecto a la política económica que dominó las últimas cuatro décadas. Aun cuando se han soltado las amarras ante el modelo neoliberal, durante el próximo periodo presidencial será necesario profundizar y dejar en claro cuáles son los nuevos criterios que orientan el modelo llamado a sustituirlo. La plataforma electoral de Claudia Sheinbaum ofrece algunas pistas conceptuales interesantes en ese sentido.
Tal es el caso de los llamados “polos de bienestar”. Esta idea parte de que la inversión estatal y privada pueden ser factores de bienestar colectivo si y sólo si van acompañadas de una política integral que facilite el acceso a derechos, como educación, vivienda, salud y espacios públicos que permitan la recreación y el encuentro.
En efecto, se trata de una perspectiva que busca que la inversión estratégica del Estado se convierta en el ancla de una política que lleve servicios públicos y permita convertir al trabajo en un verdadero factor de prosperidad y bienestar comunitario. A lo proyectado para el Tren Maya y el Tren Interoceánico, la plataforma de Claudia Sheinbaum le agrega otros 10 “polos de bienestar” bajo este esquema para la región del sur-sureste.
Esta forma de entender el trabajo como factor de integración social y desarrollo comunitario marca una diferencia radical respecto al modelo neoliberal, que delegaba al desconcierto del mercado esta tarea. Se trata, por lo tanto, de pasar de las fábricas de pobreza auspiciadas por el neoliberalismo a concebir estos territorios desde una perspectiva más humana, que tiene como eje ya no aumentar la rentabilidad de las empresas, sino impulsar la fraternal asociación entre las fuerzas productivas nacionales.