El término comercio informal suele evocar la imagen de un ambulante, jamás la de un elegante empresario con saco y corbata. Tal expresión —comercio informal— sugiere la imagen de quien trabaja en la vía pública sin permisos y sin pagar impuestos por las ganancias que obtiene de su actividad. Aquí me detengo. Si el comercio informal, para ser tal, necesita cumplir con esas dos características: la falta de autorización para su ejercicio y evadir impuestos, entonces su representación habitual debe desdibujarse, ampliarse.
El pasado 2 de septiembre se reformó el Reglamento de la Ley de Desarrollo Urbano de la Ciudad de México. El cambio, además de imputarse a la jefa de gobierno cuando el autor de la reforma fue el poder legislativo, fue malinterpretado. El malentendido consistió en pensar que en la CDMX las personas que deseen rentar su propiedad deberán tramitar una licencia de arrendamiento. La mala noticia es que lo asumido es falso; la reforma no decía aquello. Se refiere a cambios de uso de suelo. La buena es que podemos transitar hacia un mundo en que lo asumido sea verdad. Aquí expongo por qué la licencia de arrendamiento, que parece ser el monstruo debajo de la cama para algunos, es, en realidad, una buena solución. Una que mata dos pájaros de un solo tiro.
La Encuesta Nacional de Vivienda (Envi) 2020 muestra que de las 35.3 millones de viviendas particulares habitadas en el país, 16.4 por ciento son rentadas. Lo peculiar es que ese número, esas 5.8 millones de personas permitiendo el uso de su casa a cambio de una renta, no se ve reflejado en la tasa de recaudación de nuestra hacienda pública. Lo sabemos desde hace tiempo: la mayoría de los arrendadores en México no paga impuestos. Los últimos datos muestran que alrededor del 73.5 por ciento de los arrendadores evaden cumplir con esta obligación. ¿Los bribones?, aquellos que se ahorran (aunque ahorrar no es la palabra) unos pesos. ¿Los afectados?, todos nosotros.
Llevamos largo rato intentando rellenar aquel agujero fiscal. Hemos, por ejemplo, reformado la ley para que los arrendadores, al demandar a sus inquilinos, deban comprobar haber emitido facturas y pagado impuestos. También hemos ingeniado regímenes fiscales preferentes para este tipo de contribuyentes. Les hemos autorizado deducciones que no necesitan comprobar. Todo aquello sin mayores resultados.
Una licencia de arrendamiento obligatoria permitiría, además de lo obvio —poder recaudar—, un adecuado registro de los inmuebles que se rentan a nivel local y verificar que aquellos cuentan con requisitos mínimos en materia de higiene, seguridad y salubridad. Además, y no es poca cosa, fomentaría que se celebren contratos de arrendamiento por escrito: fundamentales para la seguridad jurídica del inquilino. En México, alrededor del 48 por ciento de los arrendamientos no cuentan con contrato. Las razones son muchas. Una de tantas: evasión fiscal, nombre y apellido. Documentar el arrendamiento podría significar que el inquilino pida al arrendador comprobante fiscal por la renta. Formalizar la relación con el inquilino podría significar algo terrible para el arrendador: pagar impuestos. El arrendador no tiene incentivos.
Instrumentos como la licencia de arrendamiento deberán crearse y evolucionar de la mano con mejores, más completos y actualizados sistemas de catastro y registros públicos que permitan identificar cuántos inmuebles tiene cada persona y cuáles se encuentran ociosos o rentados. Las ventajas son poderosas. Los obstáculos y resistencia también lo serán.