Aproximaciones desde el verano

Ensayos

Para Mari

El verano se impone y obliga a todas las almas a la felicidad.

André Gide

El fulgor mañanero entra por la ventana y lo inunda todo; me rehúso a abrir los ojos. Ese fuego, ese ardor profundo se acumula entre pupilas, párpados y cuencas. Estoy ciego. Como si alguien exprimiera medio limón en mis lagrimales, pienso, mientras me preparo para despertar y recuerdo otra vez la máxima de Nietzsche: el dolor es una afirmación de la vida. Buenos días, Don Verano, musito movido por el fastidio y la ataraxia.

Aunque al principio parece amigable –las tardes veraniegas se extienden como un elástico y tenemos la impresión de que cada día alarga su silueta– en cuestión de semanas el sol nos doblega y dejamos de vivir para, más bien, sobrevivir a su radiante tiranía.

Imagino, trato de estimar la incalculable diversidad de prodigios que ocurren en este periodo.

(Sé que hay lugares del mundo donde el sol nunca se acuesta, que las estrellas llueven en el cielo de noche, que los grillos cantan frotando las patas para inaugurar su ritual de apareamiento, que las luciérnagas cargan sus alas de luz, así como las piedras revestidas de petroglifos que alguna vez alumbraron las noches que pasé acampando en el desierto de Sonora).

Conforme se despliega el día hago una constatación: la idea de que la gente trabaja menos en verano es un mito. Afuera los obreros hincan con fuerza sus picas en los trozos de concreto, los choferes de la paquetería traen y llevan arrumes de cajas de cartón, las meseras del restaurante de enfrente circulan, estoicas, por la terraza con sus bandejas a la mano. Todo parece más pesado, más difícil. Incluso en la oficina de la editorial donde laboro medio tiempo estos son días productivos. Una segunda falacia me salta a la vista: dicen que cuando el verano llega la vida se hace más fácil. Nada me resulta menos cierto. Hasta vivir requiere un esfuerzo extra. Me pregunto si el sentido peyorativo de la palabra desolación, cuya raíz sugiere una falta de sol, adquiere un insospechado matiz por estos meses. Buenas tardes, Don Verano.

En el arte, en cambio, sigo cavilando, abundan las alusiones positivas y celebraciones de la temporada estival: hay “amores de verano”, “veranos en flor”, “Invencibles veranos” y hasta “un verano en Nueva York”. Los cuadros impresionistas dan cuenta de esa embriaguez de luz y color; retratan salidas campestres y fiestas al aire libre; incluso la profunda soledad del individuo moderno que expresa el pincel de Edward Hopper parece revestida de una pátina dorada en sus obras veraniegas —basta echarle un vistazo a Sea watchers o Morning sun para sentirlo. Las canciones, por su parte, cantan la plenitud, el cenit de la vida y el estallido de las emociones humanas en acorde con el ritmo del mundo natural — “ponte bajo el sol y quema tus heridas / con la luz del sol todo termina” cantan Elia y Elizabeth. Innumerables películas nos muestran amores juveniles que ocurren en ese tiempo de ocio —a mi mente viene My Girl (1991), esa conmovedora película en que un par de adolescentes ve su romance de verano cercenado por las picaduras de un enjambre de abejas, o las idas y vueltas del deseo en Vicky, Cristina, Barcelona (2008), y también el emblemático Cuento de Verano (1996), de Eric Rohmer, en que Gaspard vive un tormentoso mes de agosto añorando a tres muchachas distintas y su sedentarismo lo sume en la indecisión perpetua.

Sea cual sea la perspectiva, los días del verano evocan una brutal intensidad (y no me explayaré sobre las inclemencias del calor, una ensayista más avezada ya aventuró sus hermosas derivas por esos rumbos). Es claro que las posibilidades de calma y temperancia sólo ocurren a expensas del sol y su excesivo carácter, como en “Sueño de una noche de verano”. Además, el permanente influjo del brillo que lo penetra todo nos recuerda algo: necesitamos de la noche así como una relación necesita secretos para subsistir, lugares oscuros para respirar —el exceso de claridad provoca ceguera, el abuso de luz arruina las fotos por sobreexposición.

En la paleta de colores de nuestras fantasías estos meses se tiñen de tonos amarillos (miel, mostaza, caramelo y fuego, como la que da en Houston ahora mismo a las siete de la tarde), pero si me preguntan a mí, esas son puras palabras. Parole, parole, parole. Bien lo explica Patricia Briggs: “un hombre dice muchas cosas en verano que no significan nada en invierno”.

            Es evidente, pues, que el cielo azul de las tardes veraniegas ofrece una tregua silenciosa y melancólica. Buenas noches, Don Verano.

***

Dos anécdotas notables surgen como epílogo de estas reflexiones : 1) Cuentan que en el verano de 1862, a orillas del Tamesis, la pequeña Alice Liddel, hija de un decano de Oxford, le pide a un amigo de la familia que le cuente un cuento. Bajo la mirada atenta de Alice, Lewis Carroll relata sin detenerse una historia que cava en lo más profundo de su imaginación y se conocerá, meses más tarde, como Alicia en el país de las maravillas. Según el propio Carroll, las retorcidas invenciones de esa ficción le deben mucho al verano. Y 2) Como indica el epígrafe del presente texto, un aforismo de André Guide dice que “el verano se impone y obliga a todas las almas a la felicidad”. Esta máxima ilustra con exactitud la última estancia de Emil Ciorán en Talamanca, cuando el insomnio no le da tregua a su cuerpo y los pensamientos suicidas corroen su mente. En un pequeño cuaderno consigna que varias veces a la semana se levanta hacia las cuatro de la mañana, resuelto a poner fin a sus días debido a la falta de reposo, pero al juntar fuerzas y dirigirse al acantilado desde el cual pretende arrojarse, observa el surgir de la luz desde las rocas, “como si estuviera ahí escondida y esperara la mañana para aparecer”, tras lo cual el avistamiento de “la transfiguración de la materia, tan bella y tan irreal”, le hace deponer sus amargos propósitos y lo imbuye de coraje para seguir respirando y atenerse al nuevo día que se levanta.

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