“Una muerte equivale a todas las muertes”.
Anónimo
“Uno no ama sino a lo que muere o está muerto”.
Judith Butler
Hay pocas prácticas tan universales y a la vez tan individuales, tan necesarias y a la vez tan inútiles como el duelo. Desde tiempos inmemoriales la experiencia de la pérdida saca a flote las contradicciones más profundas, retorcidas y quizás más bellas del ser humano. ¿O qué decir de los Toraja en Indonesia, que momifican a sus muertos y los mantienen en sus casas por meses e incluso años? ¿O de las comunidades gitanas que durante las exequias de sus difuntos beben licor, cantan, bailan y se emborrachan hasta perder la consciencia? ¿O incluso de las familias francesas, portuguesas y españolas que difundieron la práctica de la fotografía post mortem, la costumbre de vestir a sus difuntos de gala y tener largas sesiones fotográficas con ellos?
El duelo permite mucho, pone en suspenso ciertos preceptos éticos y da lugar a un sinnúmero de rituales que nos resultan más ajenos entre más lejos están de nuestro tiempo, espacio y cultura. Asimismo, en torno al duelo se acumulan proverbios obvios, irrefutables y acaso hermosos del tipo “el muerto al pozo y el vivo al gozo” o “al fin y al cabo, para morir nacimos”.
Dejando de lado una obviedad según la cual existe un duelo incluso cuando uno pierde las llaves de la casa o le roban la cartera, perder un ser querido es perder la posibilidad del tiempo a su lado, y en especial de dos tiempos: del presente (el que pudo ser en su compañía), y del futuro (que ya no será). Tal vez por eso el tiempo predilecto del duelo es el pasado: uno comienza a ver todo con los ojos de la nostalgia, del paraíso perdido y de una edad de oro. Se quiere “forzar el pasado, actuar retroactivamente, protestar contra lo irreversible” como decía Ciorán. Se quiere compartir el destino del fallecido, “deseo e identificación se confunden agudamente en un lazo melancólico”, explica Judith Butler. Sin embargo, ¿qué sentido tiene imaginar esos panoramas imposibles? ¿No es el duelo algo más que la manifestación del dolor ante una pérdida, tal vez un proceso para entenderla y, si es posible, aceptarla?
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En la antigua Italia el duelo consistía en caminar con el muerto a cuestas por las calles del pueblo tocando puertas, ventanas y avisándole a la comunidad, entre quejidos y gritos, que alguien había fallecido. El duelo como expresión pública de dolor. En Madagascar se celebra la “Famadhianna”, los recién casados desentierran las momias de los padres si estos han fallecido, cambian sus ropas y cenan con ellos en la mesa. El duelo como expresión pública del respeto.Los antiguos vikingos enviaban a sus difuntos más destacados en un barco en llamas junto con sus pertenencias y a veces incluso con sus esposas e hijos a bordo. El duelo como expresión pública de la compañía. Las madres argentinas (y tantas otras en distintos lugares de Latinoamérica, África y Asia) protestan cada jueves desde 1977 en Plaza de Mayo, en Buenos Aires, y lo hacen vestidas de negro. El duelo como lucha política en contra de la minimización gubernamental de ciertas violencias entre las que se cuentan las desapariciones forzadas, los crímenes de lesa humanidad y los feminicidios.
Es obvia la relación entre duelo y dolor —dolus en latín—, pero es menos evidente la que tiene con la palabra “engaño” —y que da lugar a la expresión crímen doloso —, o con “combate” —que evoca los duelos de honor entre machos desde la antigüedad, especialmente desde la edad media y hasta los siglos XVIII y XIX (en México, por ejemplo, el enfrentamiento a pistola es moneda de cambio hasta el porfiriato y la Revolución, como acto público de reparación). Sin embargo, bien sabe quien ha vivido un duelo que hay algo de cierto: ocurre un combate —con uno mismo— y un engaño —de uno mismo— en el proceso.
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En la cultura popular la muerte es la igualadora. Muere el pobre, muere el rico / muere el alto y muere el chico, cantan varias melodías. La muerte del ser querido es igual a todas las demás sobre todo en un detalle: su unicidad. Como cada ser humano es único, su muerte deja un vacío único entre sus allegados. Y cada intento de colmar ese vacío con palabras, también es único, así como su estrepitoso fracaso. Ni siquiera el conjuro evocador del lenguaje logra devolver una pizca de la compañía, del acontecer que trae cada persona adentro.
Ahora bien ¿es igual el duelo de un allegado, ya viejo y próspero, que el de un adolescente en la flor de la vida? Probablemente no. La tragedia del duelo aumenta cuando se trata de alguien joven. ¿Es lo mismo sobrellevar una muerte anticipada por los golpes de la enfermedad que el de un asesinato o un suicidio inesperado? Tampoco, aunque en este caso la situación sea más compleja de lo que imaginamos ya que, si bien es innegable que el asesinato y el suicidio generan otro trauma por la manera en que murió el ser querido, en el caso del suicida había una voluntad de por medio, una decisión consciente.
Según Camus los deseos del suicida se forjan en la noche del corazón de la misma forma que una gran obra. Aunque su visión pueda resultar melodramática, tiene un punto. En la escritura se juega algo especial; escribir sobre la muerte no es solo una catarsis, sino una venganza contra la muerte misma, un alegatocontra lo irreversible.
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En un momento dado pensé en empezar esta deriva mencionando la muerte de un amigo que decidió poner fin a sus días. Luego entendí que era no sólo artificioso sino abusivo. ¿Hasta dónde puede llegar la escritura sin vulnerar las fronteras del duelo ajeno? Es difícil decirlo. Y, además, está el componente problemático: él ya no es, ya no está, y no solo eso, también hay un límite para el lenguaje. Las palabras se desvanecen en el aire al lado de cualquier muerte.
Sin embargo, mi amigo siempre fue generoso con sus palabras. Hablaba mucho. Siempre tenía una sonrisa y muchas cosas que decir a quien se le acercara a ofrecerle un poco de tiempo. No pienso, de todas formas, faltar a mi promesa, desconocer la soledad que había en su corazón ni pretender que lo sabía todo sobre él, pues tristemente, uno casi siempre termina rindiéndose y descubriendo que, en el fondo, el muerto era un desconocido, un misterio, una isla más en este valle de soledades hacinadas. Y a pesar de todo hay una liberación inexplicable en el mismo hecho de enunciarlo.
Será que, en definitiva, todo duelo es a la vez una rendición y una redención.
Este texto está dedicado a la memoria de Nicolas Huet, compañero de noches infinitas.