La política adquiere la forma de una servidumbre que tiene como fin el bienestar de la comunidad y sus integrantes
La garantía social consiste en la acción de todos para asegurar a cada uno el goce y conservación de sus derechos. Esta garantía se apoya en la soberanía nacional
Artículo 23° Constitución Francesa de 1793
La filosofía en el pueblo
La filosofía política no es una actividad popular sino más bien todo lo contrario. Asumida como una conversación erudita y con su actividad confinada en el aula universitaria, la filosofía ha perdido cualquier vitalidad y arraigo social. No era este, sin embargo, el destino que los primeros socialistas habían imaginado para la filosofía allá en el lejano siglo XIX.
La ruptura con la explicación religiosa del mundo había dejado un gran vacío en la Francia posrevolucionaria. El orden político, que ya no podía justificarse bajo el nombre de un “designio divino”, se descubría sostenido gracias al esfuerzo colectivo de la sociedad.[1] ¿Cómo se distribuye ese esfuerzo colectivo? ¿Bajo qué criterios una organización social puede considerarse justa? Estas fueron las preguntas iniciales que permitieron el relanzamiento de la interrogación filosófica en la era moderna, ahora renombrada como “filosofía social”.
Por supuesto, estas preguntas serían absolutamente banales si se tratara de responderlas especulativamente en una mesa con tres o cuatro graduados de alguna facultad de humanidades. Por el contrario, la tarea asignada a la filosofía social era extraer del pueblo los fundamentos para que la organización social justa fuera un orden deseado y no un artificio impuesto desde las altas cumbres de las ideas. La filosofía debía entonces volverse ciencia social para mezclarse con el barro de la historia y hacerse espíritu en el cuerpo del pueblo.
Bajo esta convicción los primeros filósofos sociales escribieron una multiplicidad de credos, catecismos y manifiestos con los cuales buscaron que sus ideas volvieran ahí de donde habían salido. De esta manera, la aspiración original de la filosofía social era volverse doctrina popular, es decir, que fuera reconocida por el pueblo como guía y orientación de su praxis política.
Soberanía nacional y el nombre de lo común
Esta filosofía social se mostró disruptiva desde su origen. Partiendo de una crítica radical al individualismo liberal, se propuso reintroducir en el diseño institucional a ese sujeto colectivo borrado por las premisas burguesas. La convicción era que la mutua pertenencia a la sociedad debía estar garantizada por instituciones y derechos específicos.
Así lo anunciaba ya la constitución jacobina de 1793. La “garantía social” —se afirma en su artículo 23°— es fruto del esfuerzo colectivo y condición necesaria para el goce y conservación de los derechos de cada uno. La comunión de esfuerzos es, entonces, la premisa fundante de todo hecho jurídico posterior.
El artículo citado incorpora un elemento más: establece que el cumplimiento de esta garantía social se apoya en la soberanía nacional. ¿Cuál es la lógica que articula todos estos conceptos? ¿Qué nos devela esta composición del enigma de la soberanía nacional?
El primer esfuerzo para responder estas preguntas debe estar puesto en definir qué es una “nación”. Es decir, es necesario dar cuenta del lazo que define al sujeto colectivo que detenta la soberanía. Para la doctrina desarrollada por la filosofía social, la nación no es otra cosa que una forma de sociedad y, por lo tanto, es el nombre que identifica a la totalidad solidaria en la que se distribuyen los esfuerzos colectivos para el mantenimiento de la sociedad.[2]
He aquí una diferencia fundamental con interpretaciones que hay que descartar inmediatamente: la nación no es una sustancia espiritual, ni tampoco la expresión de una homogeneidad étnica o racial; mucho menos una imagen proyectada por el Estado ni una “invención”. Tal vez la mejor manera de precisar cómo se ha pensado la nación desde la filosofía social es utilizando una metáfora usada por los sansimonianos: la nación se asemeja a un gran taller cooperativo en el cual la distribución de tareas se articula para conseguir un fin que es compartido colectivamente. División del trabajo y cooperación: he ahí el nudo que la nación moderna permite sostener.
Si la nación es una totalidad solidaria y la mutua pertenencia a esta totalidad es la “garantía social” que permite la conservación y el goce de los derechos, la soberanía que emana de ella eleva al rango de principio fundamental el hecho primario de la mutua pertenencia. La solidaridad se vuelve con ello la norma fundamental.
La soberanía entonces no designa la existencia de un poder central con derecho de mando, sino que es el nombre que constata el hecho de la comunión de esfuerzos. De esta manera, la soberanía nacional obliga a que las decisiones que definen el destino colectivo deben ser el resultado de un esfuerzo desplegado colectivamente y que es necesario institucionalizar de manera adecuada.
Volvemos, entonces, a las preguntas originales: ¿cómo organizar de manera justa ese esfuerzo colectivo al que nos conduce la soberanía en nombre de lo común?
Democracia popular
La democracia fue y sigue siendo la única respuesta posible a la pregunta recién formulada. La lógica de la idea socialista de soberanía nacional nos conduce por sí misma a ella. La preferencia de la democracia por sobre cualquier otra forma de gobierno no es sólo el fruto de una íntima convicción republicana, sino que se impone por la necesidad de los hechos. Sólo la democracia permite que el lazo que define a la nación se exprese adecuadamente.
Evidentemente, una democracia pensada sobre estas bases no entra en las instituciones proyectadas por la fragmentación liberal de lo común. Ameritaría, por ejemplo, volver a pensar aquello que define la obligación política y que no puede ser reducido a la coacción.
Precisamente en esta búsqueda se destacó el jurista socialista León Duguit a principios del siglo XX.[3] Su diagnóstico era que la existencia de una dimensión política que abarcaba no sólo al Estado sino a la totalidad de la nación, había ocasionado la crisis terminal de la soberanía entendida como derecho de mando. Ante esta situación no podía sostenerse la existencia de un único centro (el Estado) capaz de absorber completamente la política de la sociedad. Su proyecto se proponía entonces reformar integralmente el derecho público, haciendo de la idea de “servicio público” su nuevo concepto articulador.
Si bien Duguit no llegó a vislumbrar un concepto social de soberanía, su proyecto nos ofrece algunas claves para pensar la política que se corresponde con una concepción popular de la democracia. Para Duguit, lo que define al Estado no es que detenta el monopolio de la fuerza legítima, sino su obligación de asegurar la vida social. Es decir, la legitimidad del poder político se sostiene por la efectividad con la cual el Estado y sus autoridades colaboran con la “garantía social” de la que hablamos antes.
Lo que me interesa destacar es que en el proyecto de Duguit el Estado aparece definido por su función social y no por ser el sujeto de un derecho especial de mando. El Estado se encontraría subordinado al principio solidario que se desprende del hecho social de la nación. Dicho de otro modo: la interpretación de la nación como totalidad solidaria le permite a Duguit especificar la función social del Estado e integrarlo en la distribución de los esfuerzos colectivos en la nación.
La socialización de las instituciones públicas que propone Duguit subordina el Estado al mandato de la solidaridad. El Estado mantiene una deuda social impagable con la nación, misma que se vuelve la acreedora de los servicios públicos ofrecidos por él. El Estado es fiel siervo de la nación porque la reconoce como sede de la solidaridad y del trabajo en común. Bajo este marco la política adquiere la forma de una servidumbre que tiene como fin el bienestar de la comunidad y sus integrantes.
Este énfasis en el aspecto comunitario que despliega esta comprensión de la política nos permite pensar el contorno de una democracia popular. Entendida de esta manera, la democracia es una forma de distribuir las cargas públicas, es decir, de organizar las obligaciones que asumen los ciudadanos respecto al mantenimiento y el cumplimiento de los fines sociales.
En sentido estricto, los ciudadanos que son elegidos para cumplir con estas cargas públicas no son representantes. La nación no necesita (ni puede) ser representada. No es una nación pensada como ficción jurídica que sólo se manifiesta en la voz de los representantes. Es, por el contrario, una realidad concreta que se expresa en una pluralidad de organizaciones. Más que representar, los ciudadanos que asumen la responsabilidad de un cargo público trabajan para el beneficio de la comunidad, identificando y resolviendo problemas, ofreciendo alternativas, preservando la comunión de esfuerzos; en fin, sirviendo al pueblo.
A grandes rasgos, esta es la manera en la cual soberanía, nación y democracia se han articulado en la doctrina del pueblo.
[1] Proudhon, Miseria de la filosofía.
[2] Gurvitch, La idea de derecho social.
[3] Duguit, Transformaciones del derecho público.