Se requiere garantizar la producción de alimentos en nuestro territorio que asegure a nuestra población la salud alimentaria
La ideología neoliberal de la globalización en el ámbito de la alimentación tuvo una de sus mayores expresiones en el que fuera secretario de Agricultura en el sexenio de Vicente Fox, Javier Usabiaga. Para este funcionario, como para quienes negociaron el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) unos años antes, era mejor importar maíz de los Estados Unidos que producirlo en México por una única razón: era más barato importarlo que producirlo. No importaba que el grano fuera la base de la alimentación de los mexicanos, si salía más barato comprarlo a los Estados Unidos eso habría que hacer. Desde ahí nos encaminamos para llegar hasta el escenario de hoy, en que somos el segundo mayor importador de maíz en el mundo, de acuerdo con datos del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos.
El TLCAN abrió las puertas a la invasión del maíz estadounidense, soportado con inmensos subsidios de ese gobierno.
El TLCAN abrió las puertas a la invasión del maíz estadounidense, soportado con inmensos subsidios de ese gobierno. Para los pequeños productores, como para los grandes, era imposible competir en el mercado con esos precios dumping. El mercado nacional fue invadido por maíz estadounidense de muy mala calidad: maíz amarillo transgénico. Su uso es principalmente para alimentar animales y para elaborar ingredientes de la comida ultraprocesada. Es interesante comprobar que, a pesar de todas estas políticas, se ha mantenido una fuerte resistencia para continuar con la producción de maíz blanco, que es el que utilizamos principalmente para la alimentación y donde, incluso, recientemente el balance comercial haya sido positivo para este maíz. En las comunidades, resistiendo todo tipo de presiones, se ha mantenido la producción de una rica variedad de maíces criollos, que son la base de la diversa comida mexicana, declarada patrimonio de la humanidad.
En los hechos, lo que más afectó a las comunidades agrarias fue la política económica que se volcó contra ellas a través de los acuerdos de comercio internacional y el retiro de los apoyos destinados a ese sector, como los precios de garantía y la compra y distribución de sus productos. De esa manera desaparecieron diversos organismos, como la Compañía Nacional de Subsistencias Populares (Conasupo). Se desarticuló la producción en el campo, se dio un impulso masivo a las migraciones hacia las ciudades y, de manera especial, hacia los Estados Unidos.
En este proceso, las tierras ejidales y comunales fueron vistas como un obstáculo para la modernización del campo y, para ello, como preparativo para el tratado comercial con los Estados Unidos y Canadá, el entonces presidente Carlos Salinas de Gortari reformó el artículo 27 de la Constitución con el fin de que se pudieran privatizar estas tierras. Los modelos agrícolas promovidos por las grandes corporaciones requerían estos cambios: contar con el acceso a grandes extensiones de tierra, retirar los apoyos a los campesinos y abrir las tierras de propiedad social a la privatización.
Con los años fueron despareciendo los mercados regionales y locales, la gran diversidad de frutas y verduras producidos por las familias campesinas comenzó a desvanecerse de los mercados mientras aumentaba el fuerte dominio de las cadenas de comercialización encabezadas por los grandes supermercados. Producimos grandes cantidades de hortalizas y berries para exportación mientras aumentamos el consumo de productos ultraprocesados. El proceso significó un cambio profundo en la dieta de los mexicanos y pasamos a convertirnos en los mayores consumidores de alimentos ultraprocesados y bebidas azucaradas: nos convertimos en el paraíso de la chatarra. De hecho, por años fuimos los mayores consumidores de bebidas azucaradas en el mundo, los mayores consumidores de productos de Coca Cola por persona en todo el orbe.
Regresando al año 2000, para el entonces secretario de Agricultura, como para todo el sector formado en la ideología neoliberal, el Estado no debería jugar ningún papel rector, solamente proteger las condiciones para el ejercicio del libre mercado y que éste, por si sólo, determinara destinos. En esta ideología los campesinos son una carga del pasado, el ideal es que el campo esté dominado por la gran agroindustria.
Con el tiempo se vería el peligro de una política de dependencia alimentaria como la que este modelo construyó. Los precios podrían subir en el mercado internacional por cualquier razón. Los Estados Unidos podrían tener otras prioridades para su maíz, como producir biocombustible, y eso mismo ocurrió. Podría suceder un enfrentamiento bélico, como la invasión de Rusia a Ucrania, que provocara un desabasto global de trigo. Y el cambio climático podría impactar la producción de alimentos en alguno de los llamados graneros del mundo. La soberanía alimentaria dejó de ser una postura que podría argumentarse como de “izquierda”, como ideológica, para convertirse en una necesidad estratégica de seguridad nacional en un mundo que comenzó a cambiar en muchos sentidos.
De hecho, el propio cambio climático exige un giro profundo en el modelo agroindustrial dominante que se encuentra altamente mecanizado, que requiere inmensas cantidades de fertilizantes y agroquímicos, y que vuelve infértil la tierra; un viraje que tienda a alternativas agrícolas que regeneren la tierra, que se sustenten en abonos orgánicos, que mantengan la diversidad de los alimentos y que permitan a la gente arraigarse en el campo.
La Organización de las Naciones Unidas para los Alimentos y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) hasta hace unos años, antes de quedar secuestrada por las grandes corporaciones de agroquímicos, transgénicos y semillas, señalaba que el hambre no puede ser combatida sin fortalecer la producción de la agricultura familiar y los mercados regionales y locales. La FAO decretó el 2014 como año de la agricultura familiar explicando de la siguiente manera su importancia en América Latina:
“La agricultura familiar es un sector clave para lograr la erradicación del hambre y el cambio hacia sistemas agrícolas sostenibles en América Latina y el Caribe y el mundo. Los pequeños agricultores son aliados de la seguridad alimentaria y actores protagónicos en el esfuerzo de los países por lograr un futuro sin hambre. En nuestra región, el 80 por ciento de las explotaciones pertenecen a la agricultura familiar, incluyendo a más de 60 millones de personas, convirtiéndose en la principal fuente de empleo agrícola y rural. No sólo producen la mayor parte de los alimentos para el consumo interno de los países de la región, sino que habitualmente desarrollan actividades agrícolas diversificadas, que les otorgan un papel fundamental a la hora de garantizar la sostenibilidad del medio ambiente y la conservación de la biodiversidad”.
La ciencia debe dar un giro: de estar al servicio de las corporaciones bajo la única misión de aumentar sus ganancias, a profundizar en el conocimiento de la tierra.
La ciencia debe dar un giro: de estar al servicio de las corporaciones bajo la única misión de aumentar sus ganancias, a profundizar en el conocimiento de la tierra, de cómo potenciar su fertilidad a través de sus microorganismos, de conocer en profundidad las interrelaciones entre plantas e insectos, entre las mismas plantas, además de relacionar este conocimiento con el valor alimentario de los productos del campo. Se debe hacer corresponder las políticas agrícolas con las alimentarias, producir para la salud de la población y del planeta, y no para las ganancias y el control de las corporaciones.
El dominio de los intereses corporativos ha cegado nuestro entendimiento de la alimentación. Ahora descubrimos el impacto de los ultraprocesados, a los que se destina gran parte de la producción agrícola, no sólo en la epidemia de la obesidad y la diabetes que se esparce por todo el mundo, sino también por sus efectos en nuestra microbiota intestinal, afectando nuestro sistema inmune. E, incluso, ahora vemos cómo los azúcares, el alcohol, los aditivos en los productos —como los edulcorantes— afectan la microbiota con consecuencias que se extienden al cerebro y que causan muy diversos procesos degenerativos, incluido el Alzheimer.
La soberanía alimentaria es estratégica en un mundo que se sumerge en enfrentamientos geopolíticos, en medio del avance del cambio climático. Se requiere garantizar la producción de alimentos en nuestro territorio que asegure a nuestra población la salud alimentaria. Tenemos una gran diversidad de ecosistemas y de culturas, lo que nos permite contar con una gran diversidad de alimentos y una muy rica y diversa cultura culinaria. Ésta debe ser protegida desde las escuelas, en todas las cocinas, como práctica cotidiana y a través de todas las políticas.