Justo el otro día estaba bien, todo normal, de verdad. No tenía síntomas, como cualquier día.
Y luego, al despertar, ese ardor en la garganta, esa nariz tapada. La sensación del invierno que se acerca, de ganas de quedarme arropado en el calor de las cobijas, de té de limón con jengibre y miel. Me sorprendió un estornudo. Mi hijo, desde su cuarto, me gritó:
—¡Salud!
—Que se va —le contesté yo.
¿Se habían fijado que durante los años de la pandemia no nos dio gripa? Seguro que sí. El mentado, odiado, apestoso cubrebocas en efecto nos quitó la exposición a los bichos ajenos y nos protegió de la transmisión de la gripa.
Pero no es esto lo que les quería contar. Me desperté con ese ardor de garganta y me preparé un remedio casero de jugo de limón, miel y propóleo.
Al probar el sabor ácido del limón, el dulce de la miel y lo amargo del propóleo me acordé de una historia que me contó una vez, hace tantos años que no sé ni contarlos, una titiritera libanesa que construía marionetas de personajes de historias de terror.
Un día la estaba observando en su taller mientras esculpía en la madera la cabeza del que sería un académico polaco que se enamoraba de una mujer muerta.
Mientras la artesana clavaba sus herramientas filosas en la piel de madera del futuro personaje de su historia, me contaba cómo es difícil la vida de las marionetas.
—Uno pensaría que una marioneta, cuando tiene un problema de salud, un resfriado, una indigestión, una fractura, sencillamente se regresa a su taller de fabricación. La gente piensa que se resuelve así de fácil.
—La verdad yo también pensaba lo mismo.
—Pues no.
—¿Y cómo es?
—Las marionetas necesitan de herramientas, materiales, pero sobre todo de manos humanas. Necesitan ser vistas y entendidas para que se entre en sintonía con ellas. Más que recurrir a remedios drásticos, se requiere paciencia, disposición a la escucha y cariño.
—Pero si a una marioneta le da gripa, pongamos, ¿qué se hace?
—Bueno, lo primero es el reposo. En un lugar tranquilo.
—Esto es entendible. Claro. ¿Qué más?
—Mucha agua, comida sana, hierbas aromáticas. Son buenos los baños calientes y seguramente vick vaporub.
—¿Y si le duele el estómago?
La titiritera me miró de reojo, con una sonrisa socarrona, buscando en mis palabras rasgos de ironía, como si mi pregunta llevara a una respuesta demasiado obvia.
—¡Pues el barro! Con eso se cura de todo. Se pone en un trapo o toalla el barro y se coloca en la panza del paciente muñeco, muy cerca de la parte pélvica, y se deja ahí unas dos horas o más. ¡Barro húmedo, eh, no barro seco! Y si hay dolor de garganta se pone el barro en la garganta.
Así, desde entonces entendí que para atender marionetas es imprescindible una dosis importante de amor que pueda brindar los cuidados necesarios a su recuperación. ¿Será que eso funciona también con los humanos? Me lo he preguntado alguna vez, no crean que no. Puede parecer absurdo, lo entiendo, pero quizá la salud se trata también (nomás estoy imaginando) de abrazar, escuchar, entender al otro en su proceso de sanación.
A veces lo más que se puede hacer no es combatir la enfermedad, sino darle su espacio y acompañar al otro mientras recorre su camino de curación.
Cuando me despedí de la titiritera libanesa, saliendo de su taller estaba cuidando una marioneta que sufría de la cabeza. Y se me ocurrió algo absurdo: o sea que si la salud se vuelve una mercancía, un negocio, una forma de enriquecerse, pues ya no se trataría de cuidar, sino de lucrar. Pero luego el pensamiento se esfumó, por tonto.
(Si me preguntan a mí, no sabría decirles mucho sobre la salud de los humanos, de sus necesidades, de los remedios. Para eso están los médicos y la salud pública. Pero no hace daño tomarse el jugo de un limón con miel y propóleo cada mañana. Claro, siempre y cuando sean marionetas).