Unas semanas atrás se presentó la película Argentina, 1985, que generó una amplia emoción social en toda la región. Aplaudida en pequeñas salas de cine y vitoreada en el Festival de San Sebastián, la película recorre el importante papel que tuvo y tiene la justicia frente a la condena de los crímenes de Estado. Es verdad que gran parte de la sociedad argentina de entonces se asombró al escuchar los testimonios sobre tortura, muerte y desaparición. Los años 80 fueron el destape del horror y la democratización de un saber sobre el terrorismo de Estado. Pero también existieron ciudadanos que miraron para otro lado cuando se le preguntó: “¿Qué estabas haciendo tú cuando todo eso pasaba?”.
Cuarenta años antes de ese célebre Juicio a las Juntas Militares, el filósofo Karl Jaspers comenzó a reflexionar sobre el problema de la culpa y de la responsabilidad política de la sociedad alemana frente a los crímenes aberrantes cometidos por el régimen nazi. En sus clases y escritos, Jaspers fue construyendo un esquema que distinguía la culpa criminal, la culpa política y la culpa que todos tenemos cuando no actuamos solidariamente. Dicho en otras palabras, para este autor un crimen se ejecuta porque alguien empuña un arma, porque un Estado lo permite y, sobre todo, porque existen actitudes sociales de indiferencia frente a ese hecho.
La reconocida politóloga y sobreviviente de la dictadura militar argentina Pilar Calveiro remarcó que “no hay campos de concentración en todas las sociedades”. Para ella, el poder criminal de un Estado no se explica por fuera de las condiciones que lo hacen posible y, por lo tanto, resulta ilusorio pensar que la desaparición desaparecerá por medio de un acto de magia inexistente.
La desaparición de personas es un delito de lesa humanidad y, lamentablemente, una realidad que atraviesa a todas nuestras sociedades latinoamericanas. Vivimos con fantasmas y en deuda con los familiares que buscan incansablemente un signo de vida de sus seres queridos. La impunidad política y judicial frente a esos crímenes profundiza aún más el dolor de las víctimas, pero también teje un marco de silencio y negación que afecta a todo el cuerpo social.
Si los responsables directos de la desaparición de personas no llegan aún al banquillo de los acusados, no menos importante es lo que podemos hacer frente a ello desde nuestro lazo humano solidario. Romper el silencio es una forma de decirle basta a la impunidad y de frenar su impacto en nuestra vida cotidiana. Podemos hacerlo cuestionando las premisas que nos habitan: “por algo pasó”, “en algo andaba”, “aquí eso no pasa”. Son frases cómodas y engañosas que nos ubican por fuera de un problema que también nos pertenece. Entonces, ¿la desaparición se restringe al ámbito de lo privado o podemos comenzar a pensarlo como un problema social?