Andrés Manuel López Obrador ha aceptado el reto: para el fin de su sexenio, afirma, México tendrá un sistema de salud pública, universal, de calidad y gratuito. Demorado por la pandemia, el objetivo de extender la cobertura sanitaria a toda la población se ha vuelto, de manera muy pública, una prioridad clave de la segunda mitad de su gobierno.
La asistencia sanitaria universal es la joya de la corona de todo sistema de bienestar. Los países que lo han logrado, en contra de los intereses de los buitres que desde siempre buscan lucrar con la salud de la gente, lo consideran uno de sus más grandes logros históricos. En el Reino Unido, el político laborista Aneurin Bevin es venerado como el “padre del NHS (siglas del National Health Service)” por introducir como ministro de salud del gobierno de Clement Attlee el sistema universal británico, actualmente bajo la amenaza de sucesivos gobiernos conservadores. De la misma forma, el exjefe de la provincia de Saskatchewan, Tommy Douglas, ganó una encuesta nacional como el “mayor canadiense” por establecer el primer sistema universal en su país, derrotando incluso al inventor del teléfono, Alexander Graham Bell, y a la estrella de hockey Wayne Gretzky.
En México, la búsqueda del Santo Grial de la sanidad universal tiene una larga historia. En 1943, antes que el Reino Unido, Canadá o casi todos los países con sistemas parecidos, el país pretendió hacer valer el artículo 4 de la constitución a través de la Ley del Seguro Social. Desde el inicio, sin embargo, el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) creado por la ley tenía importantes limitaciones. En lugar de financiarse a través de los ingresos generales de la federación, el IMSS (así como el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado, ISSSTE, fundado posteriormente) optó por emular el modelo estadounidense de cuotas obrero-patronales; esto tuvo el efecto de excluir a cualquier persona que trabajara por cuenta propia, además de representar un desincentivo para que los patrones otorgaran contratos formales a sus trabajadores.
Esas limitantes de origen fueron agravadas por las políticas impuestas a partir de la crisis de la deuda del 1982 y la firma del Tratado de Libre Comercio de América del norte (TLCAN), que entró en vigor en 1994, y condujeron a recortes masivos en el gasto público, la apertura al “mercado”, la descentralización de servicios como manera de pasar la pelota a los estados y la explosión de enfermedades como la obesidad, la diabetes y los males cardiovasculares. Durante el cuarto de siglo que siguió, lo que quedó de ese sistema fue sujetado a las mil coartadas que conocemos demasiado bien: robo, despilfarro, hospitales sin terminar, la subrogación de servicios a los cuates, la mafia de las distribuidoras de medicamentos, falta de equipo, falta de médicos especialistas, y un trato impersonal y denigrante al paciente.
En un mundo ideal, todos los institutos existentes serían fusionados en uno solo para evitar ineficiencias y la duplicación de burocracias y servicios. En lugar de eso, sucesivos presidentes lanzaron programas complementarios que, además de incrementar la confusión y fragmentación, han reforzado el deplorable clasismo sanitario en el que los ricos se atienden en clínicas privadas, las clases medias en el IMSS o el ISSSTE y los pobres en el Seguro Popular o su equivalente, sin instalaciones propias y con poco más en el dispensario que paracetamol.
Cierto es que enfrentar todas las inercias e impedimentos a la unificación del sector salud sería el trabajo de todo un sexenio. Cierto es, también, que el gobierno de AMLO ha abonado a la confusión imperante, primero apostando por el Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi) y ahora por el IMSS-Bienestar sin explicar de manera clara y contundente cómo un programa u otro conducirían al país a la cobertura universal. Logros sí ha habido: las vacunas y el aumento de capacidad hospitalaria frente a la crisis de COVID-19, la lucha contra la mafia de medicamentos, la incorporación de periodistas independientes y personas trabajadoras del hogar en el seguro social. Pero continúan siendo logros incidentales, de coyuntura, en lugar de la gran transformación estructural que, de alguna forma, tendrá que darse. En materia de asistencia sanitaria universal (el sueño de Bevin, Douglas y tantos más), seguimos como los caballeros andantes de antaño: buscando un camino en el bosque que nos lleve al castillo del Grial.