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Por una mejor ruta: la experiencia del transporte en la CDMX

Resulta imperativo para los gobiernos populares el implementar y mantener una política de transporte público de calidad que presupuestalmente resulte en la redistribución del ingreso y en un aumento en el bienestar de las personas

Allá por 1994 vivía en Cuernavaca. Mi papá pasaba por mí a la primaria y, después de caminar algunos minutos, nos subíamos a la ruta para regresar a casa de mi abuela. A pesar del tiempo, aún recuerdo bien cómo ese pequeño camión blanco con un número tres en rojo circulaba por un camino zigzagueante de unos 20 minutos. Si la memoria no me falla, esos microbuses resultaban muy incómodos para mis ya largas piernas, pero se encontraban en condiciones decentes.

Pocos años después me mudé al Distrito Federal (DF) y experimenté con cotidianeidad lo que era el transporte público a otra escala —masivo, abrumador— pero que, con todo y sus defectos, funcionaba; como el de Cuernavaca en aquel entonces. Con el paso del tiempo, sumado a un crecimiento poblacional considerable y a decisiones políticas y técnicas dispares, uno se dirigió hacia la mejora y el otro hacia el abandono: un abandono que para millones de mexicanos y mexicanas significa moverse diariamente en un transporte público en total precariedad, inseguro y sin ninguna esperanza de mejoría.

En México hay conceptos que son tan familiares que ya no se repara en su significado, pues se han vaciado de contenido; el transporte público es uno de ellos. Como su nombre lo indica, es un servicio público que representa, al menos en la Ciudad de México, el programa social más grande que existe (más del 10 por ciento del presupuesto anual en 2022).[1] Sin embargo, aun con tanta inversión destinada a su mantenimiento y mejora, cuesta trabajo verlo como un servicio público de carácter redistributivo, sensación que no se repite con las becas universales o las pensiones para adultos mayores, por ejemplo.

Como consecuencia de esta desconexión entre el concepto y el carácter real de lo público, los y las mexicanas fuera de la Ciudad de México se resignaron a vivir con un transporte lento, inseguro y contaminante. O, quizá, mejor dicho, el modelo neoliberal nos vendió la falsa idea de que este servicio no merece ser de mejor calidad, ya que está altamente subsidiado, es completamente ineficiente y describe beneficios limitados.

Este empuje neoliberal no sólo se plasmó en lo ideológico, pues al mismo tiempo en la práctica se encargó de acabar con servicios de transporte de utilidad pública, como la famosa Ruta 100, o mediante la proliferación del transporte público-privado que carece de cualquier tipo de supervisión desde el Estado, lo que sucede con las combis, bicitaxis, taxis compartidos y demás medios que se ofrecen en zonas donde no existe un transporte público de calidad.

Y es que, independientemente del modelo económico, la población urbana necesita moverse. Actualmente, ocho de cada diez mexicanos viven en zonas urbanas.[2] Este fenómeno de urbanización ha generado una concentración de personas en búsqueda de trabajo, educación o servicios de salud, cuestión que, invariablemente, genera aglomeraciones de gente de escasos recursos en lugares donde la tierra es barata y con necesidades imperativas de movilidad. Con un transporte público deficiente, estas personas, generalmente alejadas de sus centros de trabajo, terminan pagando con tiempo, dinero y muchas veces hasta su integridad física, el acceso a una mejor vida.

Tampoco se puede obviar el hecho de que un transporte público eficiente y sobre todo asequible, es un gran detonante de actividad económica, que resulta en un subsidio a la producción, donde el costo parcial que paga el usuario permite a los empleadores ofrecer salarios reducidos.

Considerando esta necesidad de movilidad y sus beneficios, resulta imperativo para los gobiernos populares el implementar y mantener una política de transporte público de calidad que presupuestalmente resulte en la redistribución del ingreso y en un aumento en el bienestar de las personas. Eso es algo que la administración actual de la Ciudad de México comprendió desde el inicio.

En los últimos cuatro años, la capital del país ha tenido grandes avances en materia de transporte público: integración visual y operativa de las unidades, inicio de operaciones de dos líneas de Cablebús, renovación de la línea 1 del Metro, renovación del sistema de bicicletas, ampliación de la capacidad del Metrobús en 155 mil pasajeros, reducción de más del 60 por ciento del delito de robo a pasajero de microbús y metro,[3] por mencionar sólo algunos.

Si bien la lógica indicaría que con más presupuesto todas estas mejoras nuevas o incrementales podrían ser replicables en otras regiones, la realidad es muy diferente: con los esquemas actuales de implementación y supervisión en la mayoría de los estados resultaría complicado mejorar las condiciones del transporte ya que el rango de actuación de los servidores públicos es muy limitado por atribuciones y diseño institucional.

Dada esta realidad, entonces la pregunta más relevante es: ¿qué se puede hacer para unir los caminos tan diferentes que han tomado el transporte público en la Ciudad de México y los de los demás estados, si pocas mejoras y cambios son replicables?

La respuesta a esa pregunta abordada desde la experiencia exitosa de la Ciudad de México parece ser clara: hacer el transporte público realmente público. Para poder lograr cambios que afecten positivamente la vida diaria de las personas usuarias se tendría que buscar la migración de esquemas neoliberales de transporte público, donde la operación depende completamente de los privados sin siquiera permitir la supervisión, hacia esquemas donde —al menos— la operación pueda ser supervisada por la autoridad.

Esto puede lograrse desde dos alternativas: 1) una empresa 100 por ciento pública, como el Metro; o 2) con una operación concesionada a un privado pero con total supervisión pública, como el Metrobús, organismo público descentralizado. Por supuesto que existen otros modelos que permiten este nivel de control, pero estos dos, por su probada experiencia, son los más viables.

El diseño institucional que permita un mayor control del Estado es básico, pero no se puede minimizar la capacidad y voluntad política de los y las funcionarias públicas encargados del transporte. La intensa lucha anticorrupción que ha habido en la Ciudad de México, aunada a la gran capacidad técnica de los equipos de planeación y operación, ha sido clave para la entrega de los resultados vistos durante estos cuatro años.

Tampoco se puede perder de vista que la estatización del transporte público no es una bala de plata para aniquilar los problemas de movilidad. Por desgracia han existido tragedias en el pasado lejano y reciente que nos demuestran lo complejo que es construir y operar el transporte público. Sin embargo, que se encuentre dentro de lo público siempre será más deseable, pues en caso de un siniestro siempre habrá quien responda por las víctimas y sus deudos. Es el caso de la línea 12 del Metro, donde se ha alcanzado un acuerdo reparatorio con el 90 por ciento de las víctimas.[4]

Adicionalmente, algo que ha entendido bien el gobierno de la Ciudad de México es que los beneficios del transporte público se intersectan con una política medioambiental y de sustentabilidad. Un transporte limpio y eficiente es una de las mejores medidas desde el Estado para mitigar y revertir los efectos del cambio climático; no sólo por la evidente relación de eficiencia energética cuando se compara con los automóviles, sino también por el empuje en su electrificación. Un servicio de calidad evitará que se vuelva a caer en la nueva trampa individualista, como por ejemplo la moda del auto eléctrico, ya que esta opción no nos salvará de la crisis climática global. En cambio, pues, es posible alejarse del modelo de desarrollo urbano en el que se dejó todo en favor de los privados.

La planeación y desarrollo de transporte público es una de las mejores inversiones que se pueden hacer en los próximos años en el país en materia de igualdad y cambio climático, y afortunadamente para ejemplos exitosos de áreas metropolitanas con transporte de calidad no tenemos que voltear a Noruega u Holanda: la Ciudad de México tiene la receta para tener un transporte de calidad, que es lograr que el transporte público sea cada vez más público, alejándose de la idea generalizada y comúnmente aceptada de que al transporte privado se le incentiva y al transporte público se le subsidia. Al transporte público se le apuesta porque es un tema de bienestar y de justicia. Sólo tomando las riendas y con inversión se logrará que la siguiente parada de un transporte realmente público se ubique en Cuernavaca, Tepic o Coatzacoalcos.


[1] Presupuesto de Egresos de la Ciudad de México 2022, Disponible en línea en: https://cdmxassets.s3.amazonaws.com/

[2] Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi). Disponible en línea en: https://cuentame.inegi.org.mx/

[3] Secretaría de Seguridad Ciudadana, Comunicado 2407, Octubre 2021, Disponible en línea en: https://www.ssc.cdmx.gob.mx/comunicacion/nota/2407-como-resultado-del-trabajo-coordinado-para-el-combate-los-delitos-en-la-ciudad-de-mexico-el-robo-pasajeros-de-transporte-publico-disminuyo-y-se-han-realizado-661-cateos-que-permitieron-la-detencion-de-903-personas

[4] El Economista, Mayo 2022, Disponible en línea en: https://www.eleconomista.com.mx/politica/Ni-impunidad-ni-olvido-asegura-fiscal-de-CDMX-a-un-ano-del-colapso-de-la-Linea-12-del-Metro-20220502-0071.html

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