La cual ciudad es tan grande y de gran admiración… porque es mayor que Granada… y muy mejor abastecida de las cosas de la tierra que es de pan y de aves y de caza y pescados de los ríos, y de otras legumbres y cosas que ellos comen y muy buenas… Tiene esta provincia muchos valles llanos y hermosos y todos labrados y sembrados sin haber en ello cosa vacua.
Hernán Cortés. Segunda Carta de Relación, 1520
Las brujas de Parres que salen por las noches a espantar cristianos y chupar criaturitas despiden por las axilas una luz verde como de semáforo. Y son ahorrativas esas brujas, pues cuando montan en sus escobas para revolotear por los pueblos aluzando verde llevan la pura parte superior del cuerpo.
Historias rústicas como la anterior las cuentan los vecinos de este pueblo de Tlalpan también conocido como El Guarda y ubicado en las orillas de la metrópoli. Y es que a pesar de que a los chilangos de banqueta luego se nos olvida, nuestra ciudad también es campo. De hecho, la mayor parte de su territorio es rural: cerca de 80 mil hectáreas de montes, bosques, ríos, lagos, humedales, manantiales, siembras y potreros donde viven los chilangos de surco, donde aún se escucha el náhuatl y donde de vez en cuando se apersonan nahuales, chaneques y sincréticas brujas nahualli como las de Parres.
Con 5 mil coches por cada vaca, 3 mil 500 por cada borrego, mil 500 por cada cerdo, 400 por cada gallina y apenas uno de cada mil chilangos viviendo en el medio rural, se podría pensar que el campo de la metrópoli es extenso pero irrelevante. Grave error. Del entorno natural y agrario de la ciudad dependen el aire, el agua, el clima, el paisaje, la cultura y, si no la mayor, sí la mejor parte de lo que comemos.
Hoy, cuando el cambio climático provoca sequías bíblicas, importa recordar de dónde viene el agua que tomamos los chilangos. En los viejos tiempos una veintena de ríos que descendían de la serranía Ajusco Chichinautzin colmaban el lago donde con los años fuimos asentando nuestra ciudad. Desde hace mucho desaparecieron casi todos, pero la lluvia que captan las montañas sigue fluyendo por debajo y alimenta los mantos freáticos de los que extraemos tres cuartas partes del agua que se emplea en la capital. El arco montañoso del sur y el poniente aún nos da de beber y no podemos seguirlo cubriendo de cemento.
Una buena ciudad es la que tiene un buen entorno rural y se lleva bien con él. Pero una buena ciudad es también la que tiene historia y no la ha olvidado. Como los árboles, las ciudades tienen raíces. Ser habitantes de una ciudad conectada con otras muchas ciudades nos hace cosmopolitas, y está bien, pero habitar una ciudad que recuerda sus orígenes nos da identidad, y está mejor. Nuestra ciudad se nutre de los sedimentos culturales acumulados en el sitio donde hunde sus raíces, pero también se alimenta de la cultura de los avecindados: inmigrantes que trajeron colores, olores, sabores de sus lugares de origen. La ciudad es crisol donde se amalgama la diversidad, terruño de terruños, molcajete de todos los chiles, caldero de culturas.
Los errabundos chichimecas que fundaron la ciudad en una isleta del lago se asentaron donde pudieron. Pero el resultado fue muy afortunado, pues las bondades del entorno y el ingenio de quienes lo poblaban permitieron alimentar una conurbación que llegó a tener 200 mil habitantes. “Hay sementeras hechas en medio de la laguna, que están fundadas sobre la propia agua y con sus camellones llenos de mil diferencias de semillas y yerbas e infinitas flores, que si no es viéndolo no se puede bien figurar cómo es… La ciudad de México esta fincada sobre esa laguna”, escribió en 1590 el jesuita Joseph de Acosta, maravillado por las chinampas.
Doscientos años después ese pródigo entorno seguía alimentando a la ciudad ahora colonial. “¡Habitantes del valle de México! Vivid satisfechos, porque vuestro suelo no cede a ningún otro, ya se considere su abundancia de inocentes aguas y víveres, lo benigno de su temperatura o la hermosura de sus contornos… ¿Qué felicidad mayor puede haber en el mundo que la de habitar en un lugar saludable y bien servido de alimentos? Pues este es el valle de México”, escribió en 1790 el también sacerdote Antonio de Alzate.
Por entonces, según registros de la Real Aduana, para alimentar a la ciudad se necesitaban anualmente dos mil toneladas de maíz en grano e incontables tortillas, chalupas, memelas, tlacoyos, totopos y tamales que entraban procesados y sobre los que no se tenía control, también 330 mil carneros, 37 mil cerdos, 20 mil reses y cerca de 25 millones de litros de pulque… casi todo provisto por su entorno rural. El mismo Alzate menciona que del feraz agro periurbano llegaban en abundancia a la ciudad, por los canales y a bordo de trajineras, granos, hortalizas, fruta, miel, neutle, ganado mayor y menor, pescado, aves…
Sin embargo, para fines del siglo XVIII la relación entre la voraz metrópoli y su entorno natural y agrícola ya se empezaba a torcer haciéndose evidente “lo que a padecido y sufrirá la ciudad por haberla establecido en este sitio”, como escribe el ilustrado naturalista, quien lamenta principalmente los males que ocasiona la desecación de los lagos, pues las tierras ganadas son incultivables por el tequesquite, el clima antes benigno se deteriora y disminuye la fauna lacustre: aves, peces, reptiles, insectos de la que se alimenta la gente pobre. Por otra parte, la imparable deforestación provoca que disminuyan las lluvias y se sequen los manantiales, Finalmente el polvo que se levanta de las zonas desecadas, el humo del carbón y la leña que queman las panaderías, fábricas de jabón, tocinerías e innumerables fogones contaminan la atmósfera. “Después de nacido el sol y antes de ocultarse se ve el cielo de México muy ofuscado, parece que una delgada nube lo cubre y esta es señal segura de que su atmósfera no es muy sana”, escribe el naturalista señalando una “opacidad” que empezó hace 250 años y no hemos logrado desvanecer.
Problemas que de momento no se agravan pues por 50 años la ciudad se pasma territorial y demográficamente tanto que para mediados del siglo XIX apenas ha recuperado la población que tuvo Tenochtitlán en su mejor momento. Morosidad que en la segunda mitad del siglo se torna aceleración, de modo que al término del porfiriato ya viven en la capital cerca del medio millón de personas, la mancha urbana ha crecido cinco veces y el infausto modelo ha quedado establecido: las construcciones avanzan, el que fuera pródigo campo retrocede y la ciudad vuelta megalópolis enferma.
Pero, como el dinosaurio de Monterroso, el campo chilango sigue ahí y desde que la izquierda gobierna esta ciudad las cosas empezaron a cambiar. La constitución chilanga de 2017 reconoce los derechos de los pueblos originarios e indígenas avecindados, lo que permitió a los primeros integrar consejos comunitarios que negocian sus intereses con las alcaldías. Y en lo agrario, con Andrés Manuel López Obrador en la jefatura de gobierno y Claudia Sheinbaum en la Secretaría de Medio Ambiente (Sedema) se aprobó una ley que mandata la preservación del entorno natural y agrícola de la ciudad. Plausible norma que sin embargo no bastó para frenar su decadencia. Así, hace cuatro años, cuando la que había sido secretaria llegó a la jefatura de gobierno, el presupuesto anual para el campo era de apenas 200 millones de pesos, dinero que con frecuencia terminaba en los bolsillos de los líderes de las organizaciones clientelares. De arranque, la nueva mandataria lo quintuplicó y los mil millones asignados llegaron íntegros a su destino: la conservación de los bosques y el fomento de la producción agropecuaria.
Claudia Sheinbaum, jefa de gobierno, Marina Robles, titular de la Sedema, y Columba López, directora de la Comisión de Recursos Naturales y Desarrollo Rural (Corenadr), son las tres mujeres responsables de que la ética del cuidado impere en las políticas rurales de la ciudad, encuadradas en el programa llamado Altépetl. Y tres son sus líneas de trabajo: la que nombran Cuautlán, que significa lugar de árboles y se orienta a la preservación de los bosques; la que llaman Centli, que en náhuatl quiere decir maíz y se ocupa del fomento a la producción agropecuaria; y la que bautizaron como Nelhuáyotl, que significa raíz y busca la conservación y fomento del rico patrimonio biocultural de la ciudad.
Desde que era secretaria medioambiental y ahora como jefa de gobierno, Claudia prohibió la siembra de maíz transgénico, desalentó el uso de agrotóxicos e impulsó el empleo de insumos biológicos. El saldo: cerca de 3 mil productores agroecológicos, 230 de los cuales están certificados con el Sello Verde que creó el gobierno local. Su intención es que en el campo de la ciudad se siembren sólo semillas nativas, para lo que creó un Banco de Germoplasma. Al comenzar esta administración había mil 100 hectáreas de riego, hoy hay 2 mil; y 5 mil 400 hectáreas de tierras de labor que estaban ociosas ahora se cultivan. Se está combatiendo la mancha negra que daña la importantísima producción del nopal. Para revitalizar los bosques se sembraron 26 millones de arbolitos provenientes de los viveros de Corenadr. Las mil vacas de la cuenca lechera están libres de brucelosis. El año pasado se produjeron 3 millones y medio de plantas de flor de cempasúchil que se vendieron en todo el país. Particularmente relevante es que el 44 por ciento de los destinatarios de los programas son mujeres. Estas y otras acciones se impulsan a través de Comunidades de Aprendizaje Campesino, en las que participan ocho mil agricultores.
Semanas después de su toma de posesión como jefa de gobierno, Claudia firmó un convenio de colaboración con 35 núcleos agrarios. En esa ocasión ratificó su convicción de que “no se puede planear nada en suelo de conservación si no es de acuerdo con los propietarios de las tierras”, y se comprometió con ellos a invertir en el campo mil millones de pesos no sólo ese año sino también los siguientes.
Y la prioridad se ha mantenido en términos presupuestales, de modo que en 2022 se destinaron al campo los mil millones de pesos prometidos más 90 mil para compensar la inflación. Pero la voluntad de una administración no es suficiente, de modo que el 27 de agosto, en San Francisco Tlalnepantla, la mandataria hizo un anuncio trascendente: “No podemos permitir que venga un gobierno de la Ciudad que no apoye al campo como lo hacemos nosotros. Entonces hay que volverlo ley. Vamos a ver si incorporamos a la Constitución de la Ciudad de México que el campo que hay en la urbe y la conservación de los bosques siempre deben tener más recursos, y no menos”.
Incorporar a la Constitución la obligación de que el monto de los recursos destinados al entorno boscoso y rural no disminuya en términos reales es reconocer que el cuidado del campo, de la naturaleza, de la agricultura y de la vida campesina, que es parte sustantiva de la política de bienestar que preconiza el gobierno de López Obrador, también vale para la ciudad. Y es particularmente relevante cuando el sexenio entra en su último tercio y tanto el presidente de la república como la jefa de gobierno comienzan a preocuparse por su herencia. Hace 25 años que la izquierda gobierna la ciudad y cuatro que gobierna el país, y hoy el campo es prioritario en ambas administraciones. Debe seguirlo siendo.
En 2019 se eliminó el sesgo anticampesino y dependentista en lo alimentario que los gobiernos neoliberales habían impreso en las políticas rurales, y desde entonces vamos avanzando por el rumbo correcto. Pero aún falta mucho: seguimos importando enormes cantidades de alimentos, incluyendo maíz, trigo, frijol y arroz, que son básicos, y lo hacemos a precios que la inflación globalizada, las sequías y la guerra en Ucrania elevan hasta los cielos. Producción para el Bienestar, que es un programa de transferencias monetarias, tiene una vertiente de acompañamiento técnico orientada a la transición agroecológica y la producción de biofertilizantes, a la que el presidente de la República apostó para evitar que la reciente carestía alimentaria golpee demasiado a los más pobres, pero aún son muy pocos y chicos los productores agroecológicos y su aporte a la seguridad alimentaria es limitado. La agroexportación va viento en popa y genera divisas, pero su expansión se sustenta en el despojo y su modelo tecnológico es predador. Los recursos públicos para el campo ya no son interceptados por los liderazgos de las organizaciones clientelares, pero tampoco han surgido organizaciones campesinas productivas que potencien el efecto de los programas gubernamentales.
En el campo falta mucho por hacer y es necesario mantener el rumbo. Por eso es importante lo que dijo la jefa de gobierno hace unas semanas: “No podemos permitir que llegue un gobierno que no apoye al campo como lo hacemos nosotros”. No sé si “Es Claudia”, pero el campo chilango es espejo del campo nacional, y quien vaya a ser deberá mantener en el próximo sexenio el espíritu y la visión ruralista con los que en la ciudad y el país se ha venido trabajando.