Allá por el año 1976, el politólogo Giovanni Sartori se dio a la tarea de tipificar los sistemas de partidos. El sistema mexicano es usado como ejemplo de un tipo ideal dentro de los sistemas no competitivos. El italiano denominó al nuestro como un sistema de partido hegemónico.
Era descrito como un sistema donde existía la competencia, mas no la competitividad. Esto es que a pesar de existir varios partidos que presentaban sus respectivos candidatos, o sea que existía una competencia por el voto ciudadano, ya era sabido que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) arrasaría en las elecciones, pues no existían condiciones para que los demás fueran competitivos. La oposición no tenía posibilidad alguna de ganar por la forma en que se estructuraba la competencia.
A partir de la reforma político-electoral de 1977, la estructura comienza a cambiar. Y si bien hubo múltiples demandas que no fueron acatadas, se permitió por primera vez en cuatro décadas el registro de nuevos partidos. Posteriormente vinieron otros cambios en las condiciones político-electorales del país, con la reforma de 1996 como un parteaguas. Se dotaba de plena autonomía al Instituto Federal Electoral (IFE) y se garantizaba financiamiento público para aquellos partidos que conservaran el registro.
Sería un error atribuir la alternancia en el año 2000 exclusivamente a la reforma de 1996, pues un gran número de factores sociopolíticos contribuyeron a la caída del régimen priista en las urnas. No obstante, las consecuencias de esa reforma sí permitieron en buena parte que el triunfo de Vicente Fox se oficializara. La comentocracia aprobaba: México se había convertido en un país democrático de la noche a la mañana.
Vino el fraude del 2006. El más que lamentable desempeño de las instituciones electorales (el IFE junto al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, TEPJF) durante los comicios hizo que se discutiera otra reforma, en vistas de la competitividad. Más allá del fraude, elementos como la constante intromisión de Fox en periodo de campaña o la campaña sucia lanzada por la oligarquía no fueron sancionados con la energía necesaria y, la mayoría de las veces, nunca. La reforma de 2006 prometía regular y monitorear más de cerca los tiempos de propaganda en los medios de comunicación masiva, pues era el principal problema que las instituciones electorales reconocieron.
Los comicios presidenciales del 2012 tampoco carecieron de polémica. La reforma de 2014 intentó que el entonces recién nacido Instituto Nacional Electoral (INE) fiscalizara las campañas de los partidos, debido en buena medida a las irregularidades en la campaña de Enrique Peña Nieto.
Quizás la principal virtud de la reforma de 2014 fue la de establecer un marco normativo para los mecanismos de democracia directa. Sin embargo, este tiene unos requisitos realmente difíciles de alcanzar, tanto para realizar consultas como para que sean vinculantes. Debe ser reunida una inmensa cantidad de firmas, algo imposible para quien no disponga de una amplia y engrasada maquinaria política, o bien que no tenga el dinero con el que cuentan las organizaciones de la sociedad civil que representan a la oligarquía. Y el requisito para que sea vinculante ni se diga: una persona con el carisma del presidente Andrés Manuel López Obrador no fue capaz de convocar al 40 por ciento del padrón electoral.
Sin embargo, las intenciones por parte del ejecutivo de hacer una reforma más radical, que centralizara la tarea de todos los institutos electorales locales en un INE, no pasaron. Gobernadores y senadores pusieron el grito en el cielo para no perder su tajada de influencia en los comicios locales y el negocio que representan.
El curso de las reformas electorales de los últimos años demuestra que, más allá del polémico actuar político del IFE/INE, los avances en términos de competitividad y pluralidad son notorios. Sin ir más lejos, y tampoco atribuyendo nuevamente toda la causalidad del fenómeno a una reforma, este ajuste le permitió a un candidato que en 2012 se pensó que nunca podría llegar a la presidencia, arrasar en los comicios del 2018.
Una nueva reforma fue propuesta por la 4T. La profundidad de los cambios proyectados no la hacen sólo una reforma electoral, sino que también es política. La piedra angular del discurso oficialista para realizarla es la austeridad republicana. En efecto, el INE es un organismo que gasta mucho. Y la reforma permitiría ahorrar recursos no únicamente en ese organismo autónomo, sino también en otros ámbitos, que incluyen al poder legislativo y judicial.
Sin embargo, la reforma política es algo aún más necesario, pues, como vimos, la historia de las reformas ha sido la de tratar de igualar las condiciones en las que los partidos compiten; un cambio de rumbo hacia un sistema político más democrático no era el objetivo como tal. El objetivo de la propuesta actual lo es, y si bien en ciertos ámbitos pueda tener sus limitaciones, representaría un gran paso para profundizar la democratización del país.
La democracia no se construyó en un día, dice un libro de reciente publicación. Su autor pareciera hablar únicamente de instituciones electorales, de una democracia procedimental que garantiza competitividad entre partidos. Las batallas por la democracia sustantiva se dan día a día, legitimando demandas populares que no fueron nunca escuchadas por las instituciones interpeladas. Y mientras no ahondemos en los mecanismos para las consultas y referendos, la democracia seguirá en obra negra.