Para los rebeldes vivos, vale decir Lula, Cristina, Evo, Maduro, López Obrador, Petro y mi compatriota Rafael Correa Delgado, la cruzada de odio tiene guardada la persecución, la calumnia, la guerra judicial.
Un viejo amigo de tinte muy reaccionario, agotado de escuchar mis argumentos sobre la persecución y el odio que se cierne sobre dirigentes de la izquierda latinoamericana, me conminó a definir en dos palabras la oposición entre explotados y explotadores. Tras larga cavilación pude hacerlo, pero sólo con una letra de diferencia: albañil y albañal. Veamos.
El intento de magnicidio contra Cristina Fernández de Kirchner ha puesto una vez más en evidencia la miseria humana que corroe el alma de las élites latinoamericanas y de sus adláteres. Burlas, memes e imputaciones de autoatentado se han multiplicado gracias al influjo de un sector de la prensa, aliado por intereses económicos a lo más retrógrado de la sociedad.
Luiz Inácio Lula da Silva fue preciso al calificar a esa minoría arrogante e insensible: “Nunca pensé que poner un plato de comida en la mesa de un pobre generaría tanto odio en una élite que tira toneladas de comida en la basura todos los días”. Esa repulsa de la clase dominante no podría sostenerse sin la edulcoración con la que acicala su aborrecimiento por quienes izan la bandera de la soberanía y se consagran a reducir la brecha de la desigualdad. Afloran entonces las acusaciones de corrupción y tachas a la supuesta obesidad del Estado que, según los detractores, protege a presuntos vagos y parásitos sociales que medran de la filantropía proteccionista. Atrás de la parafernalia y verborrea privatizadora se esconden, enmascarados, los neocolonialistas que ven peligrar sus privilegios.
Al odio no se lo debe catalogar como sentimiento, porque le daríamos un concepto ligado, al menos en la metáfora, al corazón. No. Es una trastorno que provoca tal hostilidad en el sujeto perturbado que este hará lo imposible por demoler a quien provoca su ojeriza y que, en ciertos casos, ni siquiera se apacigua con la muerte de los destinatarios del rencor. A diferencia de líderes reconocidos hasta por conservadores ultramontanos, los casos de Nelson Mandela o Pepe Mujica, alabados por su estoicismo o penuria, cualidades que a criterio del poder hegemónico son ejemplares y deben ser observadas a rajatabla, para Simón Bolívar, Eloy Alfaro, Pancho Villa, Evita Perón, Fidel Castro o Hugo Chávez no existe indulgencia, ni siquiera inhumados.
Cuando, en representación de Ecuador ante la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco, por sus siglas en inglés), fui elegido presidente del Grupo América Latina y el Caribe (Grulac), en el segundo semestre de 2015, puse a consideración de los representantes de la región mi discurso ante la conferencia general que, por régimen estatutario, debía contar con el aval de todos los países. En la parte final de la intervención consigné una cita de Simón Bolívar que, en mi opinión, no afectaba ni los procesos ni la sensibilidad de nadie: “La unidad de nuestros pueblos no es simple quimera de los hombres, sino inexorable decreto del destino. Unámonos y seremos invencibles”. Los embajadores de dos países, Colombia y Trinidad y Tobago, se opusieron a que la frase constara en el discurso porque, según sus observaciones, podía causar cierto malestar a alguna delegación. ¿Huelga decir cual? No cabía responsabilizar de tal ignominia a los pueblos donde vieron la luz Gabriel García Márquez y Stokely Carmichael, porque los delegados permanentes no representaban de manera cabal a las dos naciones. A 232 años de su nacimiento, el libertador era sujeto no sólo de animadversión, sino de explícita censura, porque continuaba causando pavura y odio.
El caso del general Francisco Villa es elocuente. Protagonista de la única invasión sufrida en su territorio por los Estados Unidos, la condena se manifestó durante décadas en diversos escenarios. En la cinematografía, por ejemplo, el Centauro del Norte fue caracterizado como analfabeto, ebrio, tosco, procaz y, no faltaba más, bandido. No era revancha del despacho oval ni de mentes cuadradas solamente. Lo detestaban aquí y allá porque vivo era un grave obstáculo para usurpar y robar tierras de campesinos e indígenas. Lo reprueban aún, y cabe una mención. Al justificado reclamo de la razón por la cual el nombre de Octavio Paz no está escrito con letras de oro en el mural de la «“H” cámara de diputados», Guillermo Sheridan sumó el dardo que tenía reservado: “En cambio hay personas como Pancho Villa o Vicente Lombardo Toledano que están ahí por hombres, por héroes y por haber fortalebla bla bla…”[1] Rencor anacrónico, pero confeso.
El general Eloy Alfaro, líder de la más honda transformación ocurrida en Ecuador en su historia republicana, fue objeto del crimen más atroz y nefando del siglo XX. Ultrajado, acribillado, arrastrado y sus restos incinerados en lo que el escritor Alfredo Pareja Diezcanseco denominó La Hoguera Bárbara, es, a 110 de su asesinato, motivo de similares denuestos que los que provocaron aquella masacre. Contra su ilustre figura quemada aún las cúpulas eclesiales, historiadores desfasados y gamonales ignaros suelen dirigir su ponzoña envejecida y pútrida.
La reciente producción de Salma Hayek, Santa Evita, sobre la novela homónima de Tomás Eloy Martínez, ha puesto en vigencia para Latinoamérica la vida, obra, muerte y resurrección de Eva Duarte Ibarguren, Evita Perón. Digo para los latinoamericanos porque para el pueblo argentino, y también para los poderosos, está en la memoria cotidiana, y los fantasmas cautivan o asustan. Tras la muerte de la lideresa más trascendente del continente, Argentina se enfrentó al dilema: de un lado los desposeídos y su propósito de convertir a Eva en bandera eterna; del otro, los poderosos en su afán de enterrarla para siempre. Mensajes pintados en las murallas de Recoleta, como Viva el cáncer, dan cuenta de la inmundicia de esa camarilla degradada por el odio de clase, aunque camuflen su veneno con el disfraz de ser defensores de la familia, la propiedad y la democracia. El rencor hoy late en las páginas de la prensa mercantil, en los discursos fermentados con encono. ¿Por qué, a 70 de su muerte? La respuesta está flotando en el viento: las oligarquías no perdonan a quienes, como ella, consagraron su joven vida a luchar por cabecitas negras y piqueteros, cartoneros y obreras.
Destinatario del odio más virulento que se recuerde en nuestro tiempo, Fidel Castro Ruiz no puede descansar en paz. Mafia, imperio, diáspora, fascistas de toda ralea, se han unido en un coral de espanto para acribillar su memoria. Quizá en el siglo XXV perdure alguna huella de odio, pero la estatura revolucionaria y moral de Fidel ya estará instalada en la galería de los santos del espíritu, junto a Espartaco, Bolívar, Flora Tristán Garibaldi, Sucre, Leona Vicario, Mariátegui, el Che, Zapata, Manuela Sáenz y centenares de patriotas auténticos.
La unidad de nuestros pueblos no es simple quimera de los hombres, sino inexorable decreto del destino. Unámonos y seremos invencibles
“De los muertos se habla bien, siempre que no se llamen Hugo Chávez”, escribió Isaac Rosa, novelista español. En su artículo “Por qué odian tanto a Chávez”, desmenuza la cruzada de malquerencia e inquina de la prensa española contra el comandante venezolano, con motivo de su fallecimiento en 2013. Las acusaciones van desde ser el portaestandarte de la tiranía, el populismo y la autocracia, hasta convertir a Venezuela en circo y manicomio, sin olvidar la burla a su origen y vestimenta. ¿Las razones? Me permito citar al español:
Le odian porque con sus victorias electorales invalidó una y otra vez la etiqueta de dictador, y dio un mal ejemplo a otros pueblos: que la democracia podía ser una vía legitimadora de transformación social. Le odian porque no consiguieron derrotarlo en quince años, ni la oposición, ni los militares traidores, ni Estados Unidos, y ha tenido que ser un cáncer. Le odian porque obligó a que respetasen el país quienes estaban acostumbrados a usarlo como un trapo. Le odian porque al hablar de tú a tú a Estados Unidos hizo más evidente la sumisión de otros.[2]
Para los rebeldes vivos, vale decir Lula, Cristina, Evo, Maduro, López Obrador, Petro y mi compatriota Rafael Correa Delgado, la cruzada de odio tiene guardada la persecución, la calumnia, la guerra judicial. Eso si no aparece algún sicario anónimo o servicial que los mate.
El ensayista británico William Hazlitt se preguntaba si eran acaso el orgullo, la envidia, la debilidad y la malicia los ingredientes que hacen aflorar el placer de la maleficencia. Una mezcla de todo ello elabora el menjurje destinado a Rafael Correa, a quien consagro estas letras finales.
Lo odia el pentagonismo, que jamás perdonó los desplantes de un presidente capaz de terminar con la base militar estadounidense de Manta, la expulsión de embajadores y representantes de organismos coercitivos como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, y, en especial, porque un gobierno progresista exitoso era ejemplo a seguir.
Lo odian los usureros, artífices de la política del capital financiero, quienes con sus trapacerías de alto vuelo jamás perdonaron a Correa el no haber sometido al escrutinio de la banca la política monetaria; lo odia la partidocracia, que impávida y absorta observó los triunfos electorales de la Revolución Ciudadana; lo odia la izquierda falsaria que se enfrenta al dilema: o llega hasta el confesionario imperial, con el propósito de renegar de su pasado y expiar culpas, o demanda, desde una atalaya inofensiva, la transformación absoluta de estructuras; odian a Correa los gacetilleros, porque desnudó su medianía, su pobreza intelectual, su fanfarria de fin de semana, cuando en presuntos programas de opinión manifiestan su verborrea lambiscona, sus sentencias mediocres, su pobreza de espíritu; lo odian los circunspectos refractarios a la franqueza, los que vociferan en balada medieval que la confrontación que exhorta Correa es perniciosa porque alimenta la lucha de clases, mientras exigen que la criada y los muchachos de mano atiendan como se debe servir a los señores, vale decir, fifís, pelucones, señoritos, o patricios, los que pintan con sangre azul el albañal.
“El aire arroja odio”, escribió Alejandra Pizarnik. Un huracán de justicia podrá limpiar paisaje y horizonte. También lo hará el soplido de peones, plebeyos, comunes, trabajadoras, desamparados, campesinas y albañiles.
[1] Guillermo Sheridan; Los muros de la patria mía; Letras Libres; 22 de febrero de 2008. Ver: https://letraslibres.com/revista-espana/los-muros-de-la-patria-mia/
[2] Isaac Rosa; Por qué odian tanto a Chávez; Eldiario.es; 7 de marzo de 2013. Ver: /www.eldiario.es/opinion/zona-critica/hugo-chavez-venezuela-derecha_129_5603774