Si cada sociedad se propone los problemas
que es capaz de resolver, cada una también,
podríamos decir, se plantea la excepcionalidad
para sí misma que es capaz de soportar,
hasta que se demuestre lo contrario.
Si cada sociedad se propone los problemas que es capaz de resolver, cada una también, podríamos decir, se plantea la excepcionalidad para sí misma que es capaz de soportar, hasta que se demuestre lo contrario. En Argentina, la cuestión de una constitución excepcional que la diferenciaría, por ejemplo, por su composición de clases —medias sobre todo—, tanto del continente europeo, como del que efectivamente integra, el latinoamericano, ha sido un deporte cultivado por largas décadas. Si tuviéramos que sostener esa posición para hablar del presente argentino, intentando entonces considerar, por defecto, un marco general del que sin embargo se distancia a nivel regional, una forma de hacerlo podría remitir al rol del progresismo en las “oleadas” de estos últimos años.
Vamos a arriesgar la hipótesis explícitamente: si el componente progresista aparece notablemente en los últimos procesos políticos de los países latinoamericanos, en Argentina pasó de ocupar un lugar oscilante durante los gobiernos kirchneristas (2003-2015) a ser desplazado al punto de estadío de consumación en la actual fórmula presidencial Fernández-Fernández. El kirchnerismo, internamente negociado entre su tradición peronista y la intención transversal de partida, de articulación ampliada con los sectores democráticos no peronistas, en su equilibrio político contenía en gradaciones variables la perspectiva progresista. ¿Cuál sería ésta? La de los laboratorios capitalinos, históricamente no nacionales-populares, que en lo teórico podrían ubicarse en la retórica sobre lo subalterno por derechos de estudio —acaso vía facultades y universidades cruzadas— y en lo político, en nuevos encuentros de las herencias anticorrupción, más algo de vecinalismo porteño moralmente impoluto. Despreocupado de la cuestión laboral y de la estratégica nacional, ese progresismo fue adquiriendo cada vez más centralidad —vía el acercamiento, por ejemplo, por derechos civiles— en la estructura kirchnerista, hasta disputarle fuertemente el lugar en su cosmovisión general nada más ni nada menos que al peronismo, como doctrina y sobre todo como horizonte.
El progresismo, de hecho, puede ser el puente efectivo entre
el peronismo del kirchnerismo y sectores que, si bien no son antiperonistas, nunca estuvieron cómodos con esa raigambre nacional y popular.
El progresismo, de hecho, puede ser el puente efectivo entre el peronismo del kirchnerismo y sectores que, si bien no son antiperonistas, nunca estuvieron cómodos con esa raigambre nacional y popular. ¿Qué sería el progresismo argentino entonces? Precisamente, ha sido también el punto de apoyo, de encuentro posibilista, de propuesta para “retornar mejores”, tendida entre Cristina Fernández de Kirchner y Alberto Fernández, renovador por indefinición bajo el intento de desconocerse un poco para tolerarse juntos. Ese progresismo, radiante tras la victoria electoral del Frente de Todos, y hoy en retirada bajo pedidos de permiso en voz baja, contiene una percepción cosmopolita del rol de Argentina en la trama “global”. De perspectiva económica y —en el mejor de los casos— desarrollista, tiene, entonces, con el peronismo —somos generosos— la diferencia esencial de proponer que la justicia social es un objetivo al que se debe arribar desde el desarrollo.
Ese progresismo, radiante tras
la victoria electoral del Frente de Todos, y hoy en retirada
bajo pedidos de permiso en voz baja, contiene una percepción cosmopolita del rol de Argentina en la trama “global”.
En retirada del cartel de definir la forma del progreso social, por una reducción de las fórmulas políticas al asunto de la corrección del discurso, la trama de la conquista vacua de poder político por ese progresismo ha sido confundir la capacidad seductora ajena con la propia. Esa distorsión, acaso negación de la estructurada historia nacional —no sería válido descartar que se debiera a una forma insuflada de lecturas detallistas de la realidad de la India para fundamentar el polo de producción intelectual de los gramscianos anticoloniales que ingresaron a ser invitados a todas las universidades del mundo gracias al reconocimiento propinado por las academias norteamericanas—, les ha permitido acceder a la capacidad de hablar del Estado, de la Producción y de las tradiciones nacionales —por ser antojadizos— con displicencia superadora.
El —en extremo llamativo— avance de posiciones, entre populares y progresistas, en los países de la región —siendo esta negociación polar la que debería ser el prisma para leer esos procesos en clave social y política—, con la coronación de Gabriel Boric en Chile, de Luis Arce en Bolivia, de Xiomara Castro en Honduras, de Gustavo Petro en Colombia y acaso de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, ha permitido a la perspectiva progresista ubicarse como la consumación de superaciones históricas que devenían ineluctables. En ese marco, que el sagaz Álvaro García Linera considera de nueva ola,[1] la filosofía progresista coronó al Frente en su oleada y permitió a nuevos funcionarios y consejeros proponerse los paladines a nivel nacional de una pedagogía de lo intachable en el tiempo porvenir. Sin embargo, eso parece estar en retirada. Y ha dejado, divisamos, un serio vacío que no pareciera fácil de poder saldarse, aun con un año y medio por delante de gobierno nacional. La dificultad de ese progresismo para divisar las formas efectivas del conflicto social que desmadran a la sociedad argentina, acostumbrada por lo demás a quilombificar —para usar el concepto de un General relevante— es lo que no termina de evidenciar hacia dónde terminarán de decantar los ribetes de la crisis que estamos atravesando. La coronación como ministro de Economía en el gobierno del Frente de Todos del excandidato a presidente (opositor al kichnerismo) Sergio Massa aplica como respuesta de autoridad —que el peronismo siempre tiene mano para quien la pida— a ese vacío político que seguía cargándose desde los funerales masivos —como el de Diego Maradona— hasta al valor de la moneda nacional. Es, en definitiva, la explicitación de esa lenta retirada progresista.
Una de las hipótesis sobre las que han querido oscilar ha sido la del empate hegemónico, que uno de los viejos del panteón progre ha hecho célebre, a partir de una frase del economista Marcelo Diamand. Leída esquemáticamente, esta explicación permitiría, además de proponer la necesidad de una salida negociadora, colocar la idea de que esa posición tercera sería nada más que un trámite discursivo que podría permitir un acuerdo para el desarrollo. Ese arbitraje sin cambiar las reglas de juego —de ese empate— parecía abrirle a la figura de Alberto Fernández la posibilidad de arbitrar sin angustiarse, como bien sostuvo él mismo, pensándose destinado a cumplir este rol amén de su voluntad reformista.[2]
Alberto Fernández ha tenido, en medio de su capilaridad equidistante, una acción de identificación de actores sobre los cuales apoyarse que ha puesto al descubierto las negaciones más problemáticas de las políticas bajo el gobierno de Cristina.
Desbordada esa hipótesis por la ingobernabilidad económica que ha producido, al punto de arriesgar un abismo de conflictividad social bajo un gobierno peronista, fue Cristina Fernández de Kirchner quien realizó un desplazamiento en vivo, que estamos divisando —y que acaso no debería desconectarse completamente de la renovada virulencia en su contra—, de recostarse en la doctrina nacional. Y este es el momento político, astillado por varios costados, que atraviesa Argentina. Pero si decimos político no es porque sea sólo un desplazamiento que pueda reconfigurar dos o tres lugares, o acaso el cuestionar la manera en que se estaban pensando los frentes electorales. La indicación planteada alude a que, en Argentina, a la luz de la situación regional, se estaría volviendo a jugar al interior de la trama organizacional realmente existente, una posible interpelación social de lo que se entiende por gobierno popular. O dicho de otra forma: incluso días antes del intento magnicida contra ella, Cristina Fernández de Kirchner había realizado una vuelta a la confrontación peronismo-antiperonismo, más que insinuando una nueva estrategia sobre los fierros nacionalpopulares. Pero su encerrona de confrontación de ese “nosotros” peronista contra la embestida opositora por medio de los poderes judiciales y mediáticos, no salda ni de cerca la desazón frente al presente, y sobre todo hacia un porvenir que “no ha retornado mejor”, sino regresivo y antiheroico.
Alberto Fernández ha tenido, en medio de su capilaridad equidistante, una acción de identificación de actores sobre los cuales apoyarse que ha puesto al descubierto las negaciones más problemáticas de las políticas bajo el gobierno de Cristina. Fue, tal vez, su elemento no progresista más interesante. Fue, acaso sólo en este punto, más ortodoxamente peronista que ella: identificó y reconoció públicamente a las organizaciones del trabajo realmente existentes. La Confederación General del Trabajo (CGT) y la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP) no recibieron cuestionamientos —tampoco, a decir verdad, una traducción de sus banderas, ni históricas ni proyectivas—, sino una invitación a la palestra de actores con capacidad de voz. Este peronismo, dador, en el imaginario astillado pero imaginario al fin, de nada más ni nada menos que de una columna, y de una táctica —“golpear para negociar”—, podría haber despertado en Cristina la importancia central que permitiría tener: en lugar de confrontarlo, intentar reconducirlo bajo el gran rótulo del movimiento nacional. Frente a la avanzada de la oposición por medio del poder judicial contra ella, lo que puede haber vuelto es una Cristina, decíamos, que pareciera entonces aprender de estas mínimas gestualidades de Alberto Fernández con sectores realmente existentes, para asumir la frase de un opositor propinada en estos días —“Son ellos o nosotros”, dijo un diputado nacional, Ricardo Lopez Murphy— traduciéndola en “Vienen contra el peronismo”,[3] realizando ella también un distanciamiento, precisamente en este punto, del discursivismo sin sociedad y organización de las corrientes del progreso cultural.
¿Cuánto de su tensión mal resuelta entre un paradigma progresista
y un paradigma popular, si habláramos en forma esquemática, podría anunciar la forma de la oleada general?
¿Argentina viene a la saga de los procesos regionales, o puede ser, bien mirada, un territorio donde se labren claves que simultáneamente se vean bien evidentes en distintos países latinoamericanos? ¿Cuánto de su tensión mal resuelta entre un paradigma progresista y un paradigma popular, si habláramos en forma esquemática, podría anunciar la forma de la oleada general? Conceptualizar procesos en curso es acción espinosa en forma evidente, pero ello no nos puede hacer negar la tarea ineluctable. Caracterizar procesos sociales que capten preeminencias conceptuales en gobiernos o actores decisivos de nuestra trama común no por difícil es imposible, y el progresismo es una concepción demasiado potente como presupuesto autojustificatorio de orientaciones de políticas que no detentan incapacidad de efectos sociales. Sin hibridaciones con otras tradiciones regionales, estos efectos pueden volverse dramáticos. Aun en caliente, la negativa a la reforma constitucional en Chile, donde el progresismo latinoamericano identificaba una ‘avance’ a pura facilidad, donde la inevitabilidad no jugaba un lugar menor, nos habla de una dificultad de base para ver por dónde lo social se conflictúa. Y es precisamente en ese estado de cosas que el laboratorio argentino juega sus fichas hoy para destrabar una capacidad colectiva taponada por ideas de progreso que, por no situarse debidamente, terminan por retrasar una aparición.
El pueblo, más la figura del patriota acaudillado, más la democratización de las decisiones y poderes en disputa, resulta un trípode de justicia retrasada, y a la espera de su arribo. Desde esta perspectiva político-intelectual, el pueblo nunca, todavía, ha intervenido del todo. Nunca lo suficiente. Y queda resguardado de las distorsiones, los ilícitos, las componendas y los poderes espurios que traicionaron el tiempo fundador de la modernidad americana, sostenía Nicolás Casullo hablando del populismo clásico en la región.[4] ¿Cuál será la forma argentina actual de intentar encauzar el hervidero social y subjetivo que el gobierno de Mauricio Macri y luego la pandemia aceleraron, y ponen la política democrática frente a sus abismos impensados? ¿Tendrá una vida más el kirchnerismo y tiempo para saber conducir un andamiaje de formaciones sociales solapadas que aún no están del todo conocidas, pero que sin embargo no dejan de escenificar atolladeros de violencia cada vez menos implícita? ¿Sabremos asumir que, como dice Casullo, el pueblo no ha intervenido del todo? ¿Habrá una propuesta no progresista de la justicia social que, hincándose en la bestia contemporánea, pueda abrir otra época donde trama popular y gobierno no sigan dosificados?
Acaso sobre esto discurrirá el drama argentino que juega en estas horas sus fichas, en un tablero en el que pareciera no haber lugar al empate.
[1] La segunda oleada progresista latinoamericana, por Álvaro Garcia Linera. https://www.nodal.am/2021/11/la-segunda-oleada-progresista-latinoamericana-por-alvaro-garcia-linera/
[2] Alberto Fernández en entrevista con Jorge Fontevecchia: https://www.youtube.com/watch?v=64QdTMSea9Q
[3] Cristina respondió de esa forma el alegato del fiscal que pidió 12 años de prisión para ella en medio de una causa que la tiene en el centro, sin lograr, luego de años, presentar cargas de prueba fehacientes en su contra.
[4] Casullo, Nicolás. «El populismo», en Las cuestiones, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2008.