Propuestas para una reforma judicial por Luisa Conesa

Ensayos

Estamos viviendo un momento de fundación constitucional. La suma de reformas propuestas por el ejecutivo el 5 de febrero de 2023, de ser aprobadas, a mi parecer tiene el potencial de generar materialmente un nuevo orden constitucional.

Las constituciones reflejan los sentimientos de la nación y ello es evidente en momentos políticamente cargados, como el actual. En materia judicial, se enuncian como objetivos cerrar la brecha entre la sociedad y los jueces, fortaleciendo su independencia y mejorando el acceso a la justicia. Los pilares de su diseño son el voto popular y el Tribunal de Disciplina Judicial.

Aquí reseño brevemente la experiencia comparada en materia de elección popular y por qué se ha demostrado que este diseño no es una vía adecuada para lograr los fines manifestados, además de por qué las diferencias hacen inaplicable el modelo a nuestro caso. También propongo adecuaciones al texto de la iniciativa, encaminadas a mitigar los efectos perniciosos que se han visto en otras latitudes.

Experiencia comparada

El modelo que propone la reforma, de elección popular para la totalidad de los jueces —federales y locales— pretende ser comparado con Estados Unidos y Bolivia.

En el primero de los ejemplos sólo los jueces locales son electos a través de modelos que varían entre cada uno de los estados (pudiendo ser partidistas, no partidistas, de elección directa o de retención para un segundo cargo después de ser propuestos por los gobernadores). Los jueces federales —al igual que los ministros— son propuestos por el ejecutivo y votados por el Senado, de una forma parecida a lo que pasa hoy en México —salvo que allá son propuestas unipersonales y no ternas, como en nuestro caso.

Como punto de salida, hablemos de una diferencia central entre su caso y el nuestro: la colegiación obligatoria. En Estados Unidos, las barras estatales fungen como filtro de acceso para quienes —aun habiéndose graduado de una escuela de derecho— pueden ejercer la profesión, a través de exámenes y pruebas que demuestran su conocimiento; también funcionan como reguladores del actuar de sus miembros —a través de controles éticos, por ejemplo.

En México, más allá de cumplir con la matrícula universitaria, no hay requisitos ni controles en el ejercicio profesional. Para ilustrar lo anterior, en el ciclo escolar de septiembre 2022 a agosto de 2023, a nivel nacional, se registró una matrícula de inscripción de 369 mil 607 alumnos; tan solo en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) se reportó una matrícula poco menor a los 28 mil alumnos (según un análisis propio con base en datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, el Inegi).

La alta tasa de inscripción y, en el otro extremo, la ausencia de controles de calidad en el ejercicio de la profesión a través de un modelo de colegiación —diferencia crucial con el modelo estadounidense y razón suficiente para que no sea un parámetro de contraste con el caso mexicano— exigen centrar la discusión en los requisitos de elegibilidad, como veremos más adelante.

Una segunda diferencia, central para entender la inaplicabilidad de este modelo para nuestro caso, es el tipo de labores que realizan los jueces. En el modelo estadounidense, los jueces no llevan a cabo un control concentrado de constitucionalidad. Pueden, de forma incidental, dejar de aplicar normas que estimen inconstitucionales en disputas concretas, pero el centro de su función no es controlar el actuar de las autoridades.

En México, la labor central de los juzgadores federales en el juicio de amparo es precisamente llevar a cabo dicho control. En ocasiones, esto implica refrendar el actuar del legislador, como cuando en 2008 la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) declaró constitucional la despenalización del aborto en la Ciudad de México, por considerar que se encontraba dentro de la competencia legislativa de la Asamblea del Distrito Federal (como dejan ver las acciones de inconstitucionalidad 146/2007 y su acumulada 147/2007). En otras, ello trae como consecuencia la invalidez de la voluntad popular, como el caso de la inconstitucionalidad de la prohibición del matrimonio entre personas del mismo sexo, decretada por la Primera Sala en 2013.1

Garantizar que el juez esté libre de presiones externas en su ejercicio profesional es indispensable para su labor; se trata del núcleo de la independencia judicial. Si debe someterse cada nueve años —como propone la iniciativa— a su ratificación popular, la posibilidad de anular la voluntad contramayoritaria —cuando es contraria a la constitución— se esfuma.

A esto debe agregarse un corolario que va más allá de las disputas entre minorías y mayorías. La experiencia estadounidense demuestra que la elección popular condiciona indebidamente el actuar jurisdiccional debido al financiamiento de las campañas. Utilizando un conjunto de datos de cada caso de la Corte Suprema estatal en los cincuenta estados que conforman la Unión Americana durante un periodo de cuatro años, un estudio de la Universidad de Nueva York encontró que es más probable que los jueces electos decidan a favor de los intereses comerciales a medida que aumenta la cantidad de contribuciones de campaña recibidas de esos intereses. Es decir, la elección popular de los jueces contamina su independencia, vulnerándolos al dinero, a los grupos de poder, algo frontalmente contrario a los objetivos trazados por la reforma presidencial.

En otras palabras, cada dólar de aportes directos de grupos empresariales está asociado a un aumento en la probabilidad de que el juez en cuestión favorezca a los litigantes que representan estos intereses.

Si bien es cierto que la iniciativa actual establece la prohibición de financiamiento para las campañas judiciales, afirmar que ello no sucederá me parece, en el mejor de los casos, ingenuo. Para ganar una elección se necesita dinero, que si no tiene un cauce fiscalizado, ingresará al sistema de forma irregular. Si esto es preocupante en términos generales, mucho más lo es tratándose de jueces penales —tanto federales como locales— en el contexto de la delincuencia organizada que azota a México. El Instituto Nacional Electoral (INE) ha demostrado una débil capacidad para fiscalizar el dinero en las campañas del poder legislativo. ¿Cómo se podría asegurar una buena fiscalización para el judicial?

Hablemos ahora del caso boliviano. En 2009 se reformó su constitución para que electoralmente se elija a 56 jueces para integrar el Consejo de la Magistratura, el Tribunal Constitucional Plurinacional, el Tribunal Supremo de Justicia y el Tribunal Agroambiental. El resultado catastrófico de las dos elecciones (2011 y 2017) que han ocurrido desde entonces ha sido ampliamente documentado. Algunas conclusiones:

  1. Se criticó el proceso de preselección en la Asamblea Legislativa debido a la falta de evaluación técnica de los méritos y el carácter mayormente político del proceso. El pleno parlamentario recurrió a la discrecionalidad y a las preferencias del grupo político mayoritario para seleccionar a los candidatos, ignorando las calificaciones de los postulantes.
  1. Debido a la prohibición de las personas aspirantes a hacer campaña, se limitó el conocimiento ciudadano del proceso y del perfil de las personas aspirantes.
  1. Desde el punto de vista de la legitimidad de los jueces y juezas elegidas, en ambas votaciones el mayor porcentaje lo obtuvieron los votos nulos y en blanco. La ciudadanía dos veces acudió a las urnas a rechazar la propuesta gubernamental para integrar las más altas cortes del sistema judicial.

Tan atropellado ha sido este sistema que la elección que debía llevarse a cabo en 2024 se encuentra paralizada. El diagnóstico es claro: “existe unanimidad en que el resultado de ambos procesos de elección no ha logrado resolver los grandes problemas de la justicia boliviana (retardación, corrupción, falta de certidumbre jurídica, etc.)”. Este sentir es compartido por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

Propuestas

Es momento de llevar a cabo una reforma judicial de gran calado, pero buscando un diseño encaminado a los fines propuestos, para lo que se hacen estas sugerencias.

  1. Estructura de la SCJN. En cuanto a su integración, se propone reducir de 11 a nueve las ministras y ministros, que solamente funcionarán en pleno, sin sesiones privadas. Este mecanismo tendrá un efecto retardante en el acceso a la justicia.

Hoy en día, la carga de trabajo está dividida entre los tres órganos. Del 1 de diciembre de 2022 al 30 de noviembre de 2023 el pleno de la Corte resolvió 833 asuntos, mientras que la Primera Sala resolvió mil 236 y la Segunda Sala 3 mil 456. La diferencia en los tiempos para el desahogo es multifactorial. No sólo se trata de variaciones en la dificultad y tiempos de estudio, sino, de forma evidente, en el hecho de que el pleno está obligado a deliberar públicamente, mientras que las salas deliberan en privado y solamente emiten su voto en sesión.

Esta modificación alargaría considerablemente los tiempos de resolución de los asuntos, en perjuicio de la ciudadanía. No hay razones de peso para este cambio.

En cuanto a la forma en que se eligen los magistrados, el ejecutivo, el Congreso de la Unión y la Suprema Corte de Justicia proponen un máximo de 10 candidatos para llenar nueve vacantes.

Si lo que se busca, como anuncia la iniciativa, es una composición plural en su integración, una forma adecuada de llevarla a cabo es que exista una división equitativa en cuanto a las vacantes que corresponden a cada poder. Esto es, que se voten 10 candidatos propuestos por cada uno de los poderes para tres vacantes. De esta forma se alcanzarían tres ministros propuestos por cada poder.

En otras palabras, una persona elegiría entre 10 candidatos para tres ministraturas nominadas por la presidencia; entre 10 candidatos para tres candidaturas propuestas por el Congreso de la Unión y de la misma forma para las propuestas de la Corte. Esto guarda precedente, por ejemplo, con la integración del Consejo de la Judicatura Federal —la cual se mantiene en su cambio de denominación al Órgano de Administración Judicial.

El matiz propuesto asegura lograr ambos fines que busca la iniciativa: contar con la legitimidad democrática que refleje la pluralidad de visiones y experiencia en el máximo intérprete de la constitución. Además, se corresponde con el diseño original del Tribunal Constitucional propuesto por Hans Kelsen, que reconocía que debía estar integrado por perfiles jurisdiccionales y políticos.

  1. Gradualidad. Mucho se ha escrito ya sobre la imposibilidad práctica de llevar a cabo una elección de la magnitud propuesta, en la que en 2025 se renueve la totalidad de los órganos jurisdiccionales.

Retomemos el caso de la Ciudad de México, donde los ciudadanos tendrían que elegir a 2 mil 88 juzgadores federales y locales, lo que requeriría instalar 573 urnas en que cada ciudadano tendría que tachar 573 boletas, contexto en el cual difícilmente se podría emitir un voto mínimamente razonado. Pensemos en la cantidad de papel, las dificultades del órgano electoral para procesar más de 1,3 millones de boletas, el tiempo que pasaría el votante en la casilla (¿una hora por persona?) y la duración de la jornada que tomaría ejercer el derecho al voto. Este escenario explica el abstencionismo en Bolivia (donde solamente deben elegir a 65 jueces) y diluye el argumento de la verdadera legitimidad democrática.

A esto debe sumarse el apunte puntual sobre la falta de coincidencia entre las circunscripciones electorales y judiciales. Sería necesario, tardado y costoso rehacer las primeras para coincidir con las segundas.

De adoptar este modelo, es incuestionable que debe llevarse a cabo de forma gradual. Por ejemplo, para la sustitución de los jueces y magistrados federales que se retiren paulatinamente. Esto ayudaría, además, a paliar la parálisis en la que se colocaría al aparato de justicia si tuvieran que renovarse todos los titulares de los órganos (¿cuánto tiempo les tomaría imponerse y conocer los expedientes?), en perjuicio, nuevamente, del acceso a la justicia.

Se estaría obligando a la ciudadanía a sobreinformarse como nunca lo han hecho en un proceso electoral. Tan solo en los comicios del 2024 una electora de la Ciudad de México tuvo que tachar solamente seis cargos de elección popular.

  1. Temporalidad electoral y duración en el encargo. El modelo propuesto empata los tiempos electorales judiciales con los políticos, así como la duración de los ministros con los sexenios presidenciales (disminuyendo su encargo de 15 a 12 años).

Se trata de un error de cara a la finalidad anunciada en la iniciativa, que pugna por una composición plural del órgano y por la independencia judicial, diluyendo la legitimidad popular de sus integrantes.

Primero, porque exigir a un ciudadano que además de conocer a los candidatos populares se imponga, analice y decida por los mejores perfiles de las miles de vacantes judiciales es ilusorio. Segundo, porque mezcla los intereses políticos con los judiciales, francamente preocupante de cara a la idea de que los jueces puedan servir como contrapeso a las mayorías.

Cuando se llevó a cabo la reforma de 1994, se escogió un mecanismo escalonado de relevo de ministros precisamente por estas razones. Se trata de que los actores políticos escojan un diseño en el que incorporen la variable —siempre presente— del cambio.

No olvidemos que esta crítica aplica de forma frontal no sólo entre minorías y mayorías, sino entre las distintas corrientes mayoritarias. Este esquema implica una renuncia a que entre las propias corrientes mayoritarias puedan ventilar sus diferencias por cauces institucionales.

Por último, debe enfatizarse la importancia de eliminar las elecciones de retención. Esto es, que los jueces y magistrados deban refrendar su mandato cada nueve años mediante el voto popular. Esta regla no sólo es contraria al principio de inamovilidad judicial —que los jueces sólo puedan ser removidos por causas graves—, sino que la experiencia demuestra que cuando se acercan las elecciones modifican sus criterios para agradar a los electores. Por ejemplo, endureciendo las penas. ¿Le gustaría a usted estar sujeto a un proceso penal cerca de las elecciones? Esta reflexión nos conduce al punto neurálgico del diseño, que tocamos enseguida.

  1. El Tribunal de Disciplina Judicial. Encontramos aquí la espada de Damocles del sistema. Los impartidores de justicia estarían sujetos a este órgano, democráticamente electo, encargado de conocer, investigar, substanciar y, en su caso, sancionar a las personas servidoras públicas del Poder Judicial de la Federación —con excepción de los ministros y ministras— que incurran “en actos u omisiones contrarias a la ley, al interés público o a la adecuada administración de justicia, incluyendo aquellas vinculadas con hechos de corrupción, tráfico de influencias, nepotismo, complicidad o encubrimiento de presuntos delincuentes, o cuando sus determinaciones no se ajusten a los principios de objetividad, imparcialidad, independencia, profesionalismo o excelencia, además de los asuntos que la ley determine”. Sus decisiones serán inatacables.

Quizás esta es la pieza más complicada del sistema. Cualquier decisión que, por ejemplo, se dicte en materia fiscal podría ser contraria al “interés público”. Imagine usted que le determinan un crédito fiscal por dos mil pesos, el Servicio de Administración Tributaria (SAT) comete un error y se finca por dos millones. Usted presenta un juicio ante la justicia federal y es amparado. Ese juez podría ser destituido por causar un perjuicio económico al erario, contrario al interés público.

Este Tribunal debe ser el centro del debate. Si no se modifican sus atribuciones y lo abierto de las causales de responsabilidad, se desfonda por completo el sistema, generando un escenario de inseguridad jurídica que perjudicará gravemente la actividad económica en el país.

Ello puede lograrse haciendo modificaciones al texto actual, en el que las funciones del Tribunal de Disciplina Judicial se centren en los casos que efectivamente lastiman a la sociedad, eliminando los conceptos abstractos e indeterminados que limiten su independencia. Esto es, que el Tribunal investigue a los servidores públicos “que incurran en actos u omisiones contrarias a la adecuada administración de justicia, esto es, aquellas vinculadas con hechos de corrupción, tráfico de influencias, nepotismo, complicidad o encubrimiento de presuntos delincuentes”.

  1. Elegibilidad. Nuevamente, mucho se ha escrito sobre la objeción de no tener mecanismos de elegibilidad técnica claramente precisados en la constitución. Contar con cinco o 10 años de egresado de la Facultad de Derecho nada habla sobre la visión, capacidad, probidad o conocimiento de un abogado. Menos aún de frente a la falta de profesionalización de la práctica jurídica, como se notó líneas arriba.

Una forma de atender esta crítica es a través de comisiones de nominación plurales —como se propone para modificar el modelo estadounidense— que incluyan a miembros de los tres poderes de la unión y de la academia y sociedad civil, que propongan perfiles que resulten de la evaluación objetiva de perfiles y de la implementación material de principios como la paridad de género.

Pensemos un ejemplo en el que, para el caso de jueces y magistrados federales, el Órgano de Administración Judicial lleva a cabo exámenes y evaluaciones que arrojan una primera lista de perfiles con los conocimientos técnicos adecuados. A partir de ahí, la Comisión de Nominación escoge perfiles que presenta en una lista final vinculante para los poderes encargados de llevar a cabo sus nominaciones.

Con este diseño, además, se matiza un importante argumento en clave de carrera judicial. Bajo el modelo de la iniciativa, el escalafón judicial se trunca en el puesto de secretario, sin que exista una posibilidad real de que las personas aspiren de forma realista al ascenso, en perjuicio de sus derechos laborales, aunado a que se les desincentiva de mantenerse en el servicio civil de carrera, tirando por la borda valiosa preparación y experiencia. Nuevamente, en perjuicio de acceso a la justicia.

Es posible, como se hace hoy en día, que existan excepcionalmente concursos abiertos para que personas que no son parte de la carrera judicial puedan acceder a las vacantes. Esto, para atender los reclamos que pugnan por incorporar otras voces. En estos casos cobra más relevancia aún la existencia de comisiones de nominación que lleven a cabo rigurosos procesos para asegurar la idoneidad de las y los candidatos.

  1. Financiamiento. Como se ha venido anunciando, donde hay elecciones hay dinero, ya sea regular o irregular. Debe reconocerse esta realidad e implementar un esquema fiscalizado de financiamiento, a fin de que, como en Estados Unidos, se conozca quiénes financiaron a los candidatos. Esto permite acercarse en alguna medida al objetivo de palear la corrupción que anuncia una y otra vez la iniciativa. Desde luego, preocupa sobremanera el uso del dinero ilegal o de mecanismos de coacción —partidario o de crimen organizado— el día de la elección (acarreo y compra de votos). Esto es una falla inherente al modelo, que no puede palearse con mecanismo alguno.

Ahora, en lo relativo a los elementos ausentes en la reforma judicial, destaco dos puntos fundamentales para lograr los fines buscados: justicia local y justicia digital.

Sobre lo primero, la oportunidad histórica de cambiar la cara al sistema de justicia empieza por la justicia local, donde se ventila la mayor cantidad de los problemas que afectan a las personas —cuestiones de familia, civiles y penales, como homicidio, violación y otros. Desde luego, como se ha notado en diversas fuentes, no puede pensarse una reforma a la materia criminal sin atender la gran problemática de la deficiencia en las fiscalías.

Si queremos cambiar la justicia local, debemos sentar las bases en la constitución general para que las entidades federativas lleven a cabo, por lo menos, cuatro cosas: contar con una asignación presupuestal anual mínima (de un porcentaje forzosos de su presupuesto de egresos, tanto para la judicatura local como la federal), implementar un servicio civil de carrera, llevar a cabo una profunda reforma a las fiscalías y a la defensoría de oficio. Una mejor justicia se alcanza con servidores públicos adecuadamente remunerados y profesionales.

En cuanto a lo segundo, la justicia digital es quizá el mecanismo más adecuado para lograr la meta final del acceso pronto y expedito. Debe existir un mandato constitucional para lograrlo, lo que implica la implementación a gran escala —a nivel federal y local— para la digitalización de los expedientes, el juicio electrónico y la utilización de la inteligencia artificial para acelerar su tramitación y, sobre todo, combatir la corrupción (por ejemplo, para atender el fenómeno de manipulación del turno de expedientes).

El gobierno de la Ciudad de México bajo la administración de la doctora Claudia Sheinbaum tiene una muy buena experiencia en la simplificación administrativa y en la digitalización mediante la Agencia Digital de Innovación Pública. Esa experiencia podría replicarse exitosamente en el rubro de la justicia digital.

En estas líneas se ha buscado evidenciar que la democracia es mucho más que regla de mayoría y por qué los jueces deben mantenerse alejados de la dinámica del poder, a fin de ayudar a conservar o dar operatividad a valores de suma importancia (igualdad, libertad, pluralidad, entre otros).

Lo hasta aquí expuesto no pretende ser una lista determinante ni exhaustiva, sino un punto de salida para el debate más importante que vive en este momento nuestro país, encaminado a saldar la gran deuda a la que nos enfrentamos.

Nota

1. A través de la jurisprudencia 1a./J. 43/2015 (10a., de rubro: MATRIMO

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