Los que más me dan risa son quienes se sienten lo que no son y viven en una ilusión, una mentira compartida, mientras le exigen a todos que participen en ella. No es risa de alegría, es una risa triste.
Hablo, por supuesto, de los que se identifican como bienestantes, burgueses de clase media, y no son más que proletarios. Proletarios son los que no tienen nada más que su fuerza trabajo, los que no tienen ningún control sobre los medios de producción, que viven a la merced de los caprichos del patrón, que no tienen forma de acceder a los mencionados medios de producción, aunque tengan un título universitario.
Me platicaba el otro día una joven mujer, con su licenciatura acabada, su prole, que se conforma por sus dos pequeños hijos, mientras vendía chamoyadas en un banquito en la misma universidad pública en la que estudió. Universidad pública gloriosa, pero dejada sin fondos, sin agua en los baños, mientras a pocos metros un mastodóntico centro comercial desperdicia aire acondicionado, luces, musiquita y brillante pavimentación.
Chamoyada, decíamos. A 35 pesos, para costearse la vida de proletaria. Aquella joven mujer sabe muy bien a qué clase social pertenece. En tanto, muchos se creen su propia ilusión. Creen que, dado que se identifican como clase media (o como cualquier otra cosa de fantasía), entonces son clase media. Ya no son proletarios, sino burgueses, ya no son precarios, sino consumidores.
Y lo que reciben constantemente en las calles tapizadas de anuncios gigantescos, en las pantallas de sus celulares con fundas de colores, en las tiendas de los mastodónticos centros comerciales que en junio se visten de arcoíris, en las radios que bombardean los oídos con publicidad, es un río sin fin de mentiras que alimentan su pobre ilusión.
Mi abuela materna, mujer que nació en 1908 y murió en 2010, que quedó huérfana a los nueve años porque su padre fue uno de los millones de jodidos que murió como carnada en la Primera Guerra Mundial, que durante mucha vida no tuvo nada más que sus manos para coser, no se cansaba de repetirme una frase antigua: no olvides quién eres, de dónde vienes, no te engañes.
Eso no sé si lo había estudiado en la escuela, dado que ni acabó la primaria, pero una frase muy parecida a la suya podía leerse en la entrada del templo de Delfos, en Grecia, ya en el siglo V antes de Cristo. Se leía así: gnothi seautón (γνωθι σεαυτόν): conócete a ti mismo.
Me parece un buen consejo: conocerse a sí mismos, ser capaces de ver la realidad fuera de las ilusiones, porque siempre hay quien se aprovecha de nuestras ilusiones, de nuestros deseos, de nuestros sueños. Me parece útil saber que no somos dueños de los medios de producción, sino sujetos precarios que sólo tienen derecho a consumir, a ilusionarse con la idea de que podrán ser cualquier cosa, alcanzar cualquier resultado, vencer cualquier barrera, aunque en la vida real en cuanto levantamos la cabeza nos llegan los madrazos, porque nuestra voz, por sí sola, la voz de consumidores sin conciencia, no cuenta nada.
Y mientras los proletarios se sienten capitalistas y se ocupan de satisfacer necesidades inventadas, concentrados en su narcisismo, siguen obedeciendo, gastando lo que no tienen, endeudándose, trabajando como esclavos para pagar sus deudas, mientras se engañan creyendo ser lo que no son. Y no se organizan.
Le hago este razonamiento a mi gato porque lo veo un poco desubicado: hace unos días me parece que se identifica con un gato patrón, actúa como un capitalista, pero sigue siendo un gato proletario y no se da cuenta. Se creyó su propia mentira.
—Si no estamos conscientes de lo que somos, nunca nos vamos a organizar como clase, que es lo que sí puede generar algún cambio —le digo.
Parece entender. Dice miau. Luego se va a tomar el sol a la azotea.
(Si me preguntan a mí, no sé nada de capitalismo, ni de inversiones, ni de medios de producción. Pero intento conocerme a mí mismo y no hacerme wey).