Sólo los imbéciles no se contradicen nunca.
André Gide
Si algo he aprendido con el paso del tiempo es que vivimos en contradicción. Es inevitable, nuestras acciones se oponen a nuestras ideas. Decimos una cosa y hacemos lo contrario. Y nos sucede con mayor frecuencia de la que estamos dispuestos a admitir. Exageramos y minimizamos situaciones según nuestro momentáneo punto de vista. Por eso me entristece ver a tantos amigos y conocidos haciendo esfuerzos inauditos para aferrarse a una idea, a un principio, a un postulado ideológico. Pienso que es como ir en escaleras eléctricas y tratar de permanecer en el mismo lugar; es forzar lo inevitable, el cambio. Y con esto no sugiero, desde luego, que debamos caer en el extremismo maquiavélico de quien actúa sólo a conveniencia, ni tampoco pretendo abrazar el absurdo de Groucho Marx cuando proclamaba: “Estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros”.
Sin embargo, sí deseo llamar la atención sobre la dificultad de reconocer esa frágil condición. ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar nuestras contradicciones? En primer lugar, supongo que es duro para el ego —especialmente en estos días, tan fecundos en corrección política y superioridad moral—. Extraña encontrar alguien que aún es capaz de reírse de sí mismo. Nos conviene aferrarnos al personaje de nosotros mismos que hemos construido a lo largo del tiempo. La familia y la sociedad así lo esperan, así lo exigen. Evitamos a toda costa los señalamientos, nuestro Narciso no quiere ser lastimado. Le tenemos miedo a la vergüenza y a la incongruencia. Preferimos ignorar las situaciones que tuercen esa presunta línea recta, ocultar los momentos (¿excepcionales?) en que nos hemos salido de las casillas. Dichas circunstancias tienden a volverse “secretos” o a ubicarse en los “períodos oscuros” de la vida.
En segundo lugar, considero que las contradicciones son complejas, muchas veces absurdas y difíciles de explicar —como la historia humana, pues raya en la contradicción que, por ejemplo, los pueblos indígenas de Latinoamérica hayan sido evangelizados bajo violencias de todo tipo mientras los sacerdotes pregonaban “ama a tu prójimo como a ti mismo”, o que los Estados Unidos se haga llamar “el país de las libertades” pero al mismo tiempo interfiera con las libertades de otros países tan pronto vea sus intereses afectados). A eso alude la frase de Pascal: “Ni la contradicción es indicio de falsedad, ni la falta de contradicción es indicador de verdad”.
Las ideas, por su parte, reposan sobre principios lógicos y se componen de afirmaciones razonables. El principio de no-contradicción se evoca desde la antigüedad: ningún enunciado puede ser verdadero y falso a la vez. En cambio, los seres humanos, si fuéramos enunciados, seríamos ambiguos, verdaderos y falsos a la vez, puntos de encuentro entre ambos impulsos. Quizás por eso la ambigüedad no cabe en los postulados científicos, pero sí en las manifestaciones del arte. Dice Nietzsche que el ser humano es tan egocéntrico y autorreferencial que la posibilidad de que entienda y ame la verdad es por completo nula. En Sobre verdad y mentira en sentido extramoral afirma que el intelecto es un “medio para la preservación” que desarrolla sus fuerzas primordiales en la ficción. Nos inventamos, y sobre todo nos creemos, ciertas ficciones para poder sobrevivir, y en particular para poder subsistir en sociedad, como lo afirma también Yuval Noah en Sapiens: “Las ficciones nos permiten cooperar mejor. El precio que pagamos es que la misma ficción también determina los objetivos de nuestra cooperación”. Así es que ficciones como las divinidades o las ideologías políticas y han justificado obras magnánimas como las pirámides y cruentas como las cruzadas y las guerras internacionales.
Una curiosa revelación al respecto me llegó de un buen amigo cuando sosteníamos una charla existencial a orillas de un río, tomando la brisa de verano junto a los árboles:
—La línea recta no existe en ninguna expresión de la naturaleza —cejó mientras sostenía un trozo de rama y observábamos sus curvaturas, sus esquinas ajadas y los huecos que le había taladrado una colonia de hormigas—, es un invento del ser humano, algo que no existe, pero sostiene nuestra fe y nuestra vida.