En noviembre de 1580 Michel de Montaigne emprendió un viaje que cambiaría el mundo. Cabalgó durante diecisiete meses y ocho días por buena parte de Francia, Suiza, Italia y Alemania junto a una tripulación que incluía a su hermano, Bertrand de Mattecoulon, y a un escribano que redactó la primera parte de un largo manuscrito. El texto, concebido como un diario personal sin propósito de publicación, habría de permanecer escondido por más de un siglo en los anaqueles de la torre de Montaigne, hasta que un abad de nombre Prunis lo descubrió por accidente y decidió rescatarlo del olvido.
En el viaje Montaigne vivió incontables aventuras: vio exorcismos en castillos medievales y santas cabezas exhibidas en las vitrinas de Roma; visitó la biblioteca del Vaticano y hojeó sus libros más antiguos; escuchó relatos asombrosos y terribles sobre gigantes nórdicos que sostenían espadas inmensas con una mano, ancianas que eran capaces de caminar leguas a sus ochenta años, comunidades de mujeres que fueron colgadas por vestirse como hombres y cofradías de portugueses que el poder episcopal destinó a la hoguera bajo la acusación de oficiar liturgias católicas para casarse entre varones. Montaigne recopiló lo que pudo en un cartapacio. Y no escatimó en detalles ni descripciones; desde los escarpados paisajes hasta los pueblitos anodinos. Incluso los pormenores de su alimentación (qué comía, dónde y cómo) y de sus funciones excretorias (le dedicó decenas de páginas a sus prácticas sanitarias), en particular lo referente a ese nefasto “mal de piedras” que llamamos cálculos renales y que una década más tarde habría de llevarlo a la tumba.
A diferencia de Colón, Cabeza de Vaca y los cronistas que relataron el continente americano, Montaigne no descubrió un Nuevo Mundo — podría decirse, más bien, que redescubrió uno viejo. Su forma de viajar aún se mantiene vigente, pues desafía esos relatos prefabricados que venden las agencias de viaje con fotos de “lugares inevitables” para alimentar el turismo de masas. Su ojo estuvo desprovisto del afán de la conquista y la taxonomía, pero le interesó señalar las huellas del cambio, distinguir las ruinas y las invenciones, signos inequívocos del pasado y el futuro. En otras palabras, el gascón fue un viajero del detalle y la multiplicidad de las experiencias. A diferencia del turista, que da vueltas sobre su propio eje (“tour” significa “vuelta” en francés), Montaigne viajaba por el placer de la novedad; su viaje era sólo de ida.
No es una casualidad que la palabra “turismo” se haya popularizado en Europa a comienzos del siglo XIX, con el advenimiento de la Revolución Industrial y ante la constante llegada de viajeros ingleses a Italia, Francia y España. La usa Balzac en su correspondencia para quejarse de los elevados precios que encuentra en Roma y de “todos los turistas que llegan al mismo tiempo, lo cual vuelve los caminos imposibles”. Pero la usa sobre todo Stendhal al escribir Memorias de un turista, un relato novelesco con tintes autobiográficos sobre un viajante que comercia hierro y se declara “una víctima del trabajo”. A fuerza de recorrer toda Francia en trenes hechos de la misma materia que lo enriquece y ver la expansión de las vías férreas, el hombre adquiere un singular hábito de viaje: empieza a preparar sus visitas, busca siempre “aprovechar al máximo” sus breves estancias para llenar una insaciable necesidad de “consumir” espacios nuevos.
Medio siglo más tarde llegaría una crítica a este frenesí turístico por cuenta de Alain, fiel discípulo de Montaigne. Testigo del nacimiento de los períodos vacacionales (que ahora nos resultan tan naturales y asociamos a los meses de diciembre y julio), se asombra de ver tanta “gente que corre de un espectáculo a otro con el deseo de ver muchas cosas en poco tiempo” y aunque admite que “si lo hacen para hablar de eso, no hay nada mejor; pues más vale tener varios nombres de lugares que citar”, considera que no si se trata de cultivar el espíritu no los comprende pues “un torrente es un torrente” y “la verdadera riqueza del acontecimiento está en el detalle. Ver es recorrer los detalles, detenerse un poco en cada uno, y, de nuevo, asir el conjunto de un vistazo”.
Para viajar hace falta tiempo y dinero, por supuesto. Pero sobre todo se necesita un estado de ánimo, una disposición para observar y perderse, una paciencia que brinda el descanso y acaso la comprensión de una dinámica distinta a la del consumo/producción; esa que nos mantiene como hámsteres corriendo sin el menor atisbo de curiosidad hacia el mundo que nos rodea. Eso era algo que no ignoraba Montaigne, en parte por sus privilegios de clase, pero más que nada por su manera de profesar un arte de vivir que rendía culto al ocio. La principal ocupación de mi vida consiste en pasarla lo mejor posible, escribió en uno de sus Ensayos. Y de cierta forma, no sería arriesgado afirmar que para él escribir un ensayo era una forma de viajar: degustar el goce del tiempo libre sin un plan ni objetivo demasiado fijos, dedicarse a la conversación, al diálogo con un paisaje o con las ideas que las letras sujetan en las páginas de un libro, qué más da.
En su Diario de Viaje reeditado recientemente en México por Minerva Editorial el escribano nos revela un detalle con el cuál valdría la pena concluir:
Nunca lo vi cansado o quejándose de sus dolores, tenía siempre su espíritu, en el camino o en el reposo, tan concentrado en lo que encontraba y buscando todas las ocasiones de conversar con los extranjeros, que yo creo que todo eso aliviaba sus males. Cuando alguien se quejaba ante él porque llevaba con frecuencia al grupo por caminos y comarcas distintas, volviendo a menudo cerca de donde había salido (…), él respondía que no iba, por su parte, a ningún otro lugar más que ahí donde se encontraba, y que él no podía equivocarse o desviar su camino, pues su único proyecto era el de pasearse por lugares desconocidos, y que siempre y cuando no se le viera encontrar dos veces el mismo lugar, esto no desmerecía en absoluto su propósito.