El 19 de noviembre, Javier Milei, candidato “libertario” y no tradicional, ganó la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de Argentina, con poco más del 55% de los votos, en un inesperado, pero lógico, revés para el grupo gobernante neoperonista que encabeza Cristina Fernández de Kirchner a través de su sucesor indirecto, Alberto Fernández, el cual poco o nada pudo hacer para mejorar las condiciones económicas nacionales seriamente comprometidas desde 2008, amén del soso interregno de 4 años de Mauricio Macri.
Esto en gran parte sirvió para desacreditar a la clase política gobernante de ambos polos del espectro político; y, ante su incapacidad para encontrar una salida concertada de los serios problemas económicos, políticos y sociales que padecen los argentinos, Milei, como buen oportunista y populista —adjetivos casi iguales—, construyó un discurso simple pero efectivo a su favor, respaldado por la voluntad sentimentalista popular en el país.
Acerca del populismo puedo decir que actúa hoy de formas muy similares en Argentina o en cualquier otro lugar que cuente con una sociedad agraviada por condiciones negativas económicas, políticas y sociales, situación que suele ser amplificada por los medios de comunicación acomodaticios al populista y que lograrán sincronizarse para llegar al triunfo electoral.
Sin embargo, tarde o temprano el populista se topará con ese enemigo ineludible que reconoce pero siempre rehúye por su potencial para desbaratar todo su proyecto político artificial, prometido como panacea para los problemas nacionales y los sectores ofendidos, pero que lo muestra inaplicable: la realidad.
Es a partir de este choque que el populista enumerará una infinidad de excusas y pretextos para justificar su incapacidad de doblegar la realidad a sus caprichos ideológicos, llegando al punto de encontrar cualquier tipo de grupo o individuo responsable para justificar el inminente fracaso de sus objetivos políticos; o, inclusive, tratar de contravenir las instituciones gubernamentales establecidas en el límite de la ilegalidad, pero apelando a su carácter de “voz de los oprimidos”.
En términos generales, todo ello resulta en un periodo de estancamiento político en el menor de los casos y, en el peor, de un desmantelamiento y posible desintegración de las instituciones estatales, que el populista ya puso bajo su mira para acumular el mayor poder posible, pues según su concepción el ejercicio unilateral y personalizado de la fuerza política es necesario para efectuar cambios verdaderos y duraderos.
Desafortunadamente, como la historia ya nos ha mostrado innumerables veces, los populistas únicamente han dejado como legado una mayor inestabilidad política o naciones al borde de un conflicto interno violento en la etapa actual, o totalmente destruidas para el caso del siglo XX. De modo que Argentina se perfila como un nuevo escenario de las consecuencias negativas de esta estrategia; además, no será el único, de cara al futuro, mientras las clases políticas locales y la sociedad no reaccionen de manera adecuada.