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Brevísima (y triste) historia del PRIAN

Ya para entonces se había borrado toda diferencia programática sustancial entre el priismo y el panismo, y la alianza de facto había quedado sellada por la práctica compartida de la corrupción.

PRIAN

Hasta el sexenio de Miguel de la Madrid (1982-1988), en el Partido Acción Nacional (PAN) confluían las posturas tradicionales de la derecha, el propósito de establecer una democracia representativa convencional (lo que Enrique Krauze ha llamado la “democracia sin adjetivos”) e incluso corrientes sociales de avanzada, derivadas del cristianismo social, alentado en el mundo por el Concilio Vaticano II. En lo económico, Acción Nacional fue contrario desde su fundación (1939, un año después de la expropiación petrolera) a la economía mixta y a la propiedad pública; en cambio, figuró partidario del libre mercado, de la desregulación y de la más completa libertad de empresa. En lo político, se oponía a la hegemonía del partido de Estado –el Revolucionario Institucional (PRI)– y al corporativismo, abogaba por elecciones libres e hizo de la lucha contra el autoritarismo tricolor una de sus banderas más atractivas. Su principal base social estaba conformada por abogados y exponentes de las llamadas profesiones liberales, comerciantes y pequeños propietarios rurales.

Durante el periodo de la transición del desarrollo estabilizador al neoliberalismo, el PAN experimentó cambios tan bruscos como el propio PRI: las sucesivas crisis económicas —la de 1976 y la de 1982-1988— le ganaron muchos adeptos y empezó a adquirir la suficiente competitividad electoral como para disputar gubernaturas, especialmente en el norte del país. Por otra parte, los desencuentros entre las presidencias priistas de Luis Echeverría y José López Portillo con el empresariado llevaron a muchos hombres de negocios a las filas panistas. En ese contexto, la dirigencia blanquiazul tradicional se vio desplazada por los llamados “Bárbaros del Norte”, un grupo de empresarios que irrumpieron con fuerza en la política y vieron en el partido de Manuel Gómez Morín su ámbito natural de acción. Mientras tanto, en el Revolucionario Institucional las corrientes del nacionalismo revolucionario y el desarrollismo perdían la pelea interna frente a los tecnócratas, quienes acabaron por entronizarse en 1987 con la candidatura presidencial de Carlos Salinas de Gortari, exponente puro y duro del neoliberalismo tecnocrático. En contraparte, la Corriente Democrática abandonó el partido y postuló a la presidencia, en alianza con dos partidos de los llamados “paraestatales”, a Cuauhtémoc Cárdenas.

En la campaña electoral de 1988 era ya evidente que las diferencias entre panistas y priistas eran fundamentamentalmente políticas, y que coincidían en lo económico. Tras el fraude electoral del 6 de julio de aquel año, los panistas, encabezados por Diego Fernández de Cevallos, abandonaron discretamente las posiciones opositoras que enarbolaba su aspirante presidencial, Manuel J. Clouthier, y terminaron por reconocer a Salinas como presidente. El sexenio salinista (1988-1994) se caracterizó, entre otras cosas, por la paulatina integración de un programa común del PRI y el PAN, en el que se conjuntaban el programa económico neoliberal y el tradicional carácter antidemocrático del priismo. Un obstáculo formidable en ese proceso fue el conjunto de las enormes inercias del aparato tricolor, que no tenía la menor disposición a la alternancia ni a compartir un poder público que consideraba de su propiedad, y porfió en las prácticas electorales fraudulentas para darle la vuelta al veredicto popular. Salinas ideó una manera perversa de abrirle paso al panismo en presidencias municipales y gubernaturas: las llamadas “concertacesiones”, que consistían en convalidar los fraudes y, al mismo tiempo, ofrecer posiciones, canonjías y privilegios de diversa índole a los panistas despojados de sus legítimos triunfos. El reparto de premios de consolación resultó particularmente evidente en los ámbitos de la procuración e impartición del justicia.

Ernesto Zedillo fue más allá: nombró procurador de la república a un panista y resolvió reconocer las victorias electorales de Acción Nacional. Así, quien habría de sucederlo en la presidencia,  Vicente Fox, logró llegar a la gubernatura de Guanajuato en 1995. Ya para entonces se había borrado toda diferencia programática sustancial entre el priismo y el panismo, y la alianza de facto había quedado sellada por la práctica compartida de la corrupción. El priismo privatizador había consumado la apertura salvaje del mercado, el reparto de las empresas públicas entre los allegados de la tecnocracia y la destrucción del ejido y de los mecanismos redistributivos que habían caracterizado al Estado mexicano. Acción Nacional, por su parte, fue aprendiendo a gran velocidad, y con ventaja sobre sus maestros, la apropiación indebida de la propiedad pública, las malas artes de la defraudación electoral, las maneras represivas y autoritarias, y el ejercicio sistemático de la simulación.

En tales circunstancias, la primera presidencia panista, con Fox a la cabeza, fue un relevo de colores, abreviaturas y logotipos, pero no representó cambio alguno en las políticas económica y social ni se tradujo en una democratización del poder público. Prueba de ello es que, al término del sexenio foxista, se urdió y consumó en 2006 un nuevo fraude electoral que arrebató el triunfo a Andrés Manuel López Obrador e incrustó en Los Pinos, con la ayuda inestimable de la dirigencia priista y de la embajada de Estados Unidos, a Felipe Calderón. Salvo tal vez por una marcada torpeza, el prianismo corrupto, autoritario y privatizador se había consolidado.

Durante el proceso electoral de 2012 fue inocultable que el candidato favorito del panista Calderón no era su correligionaria Josefina Vázquez Mota —abandonada a su suerte y condenada a una campaña casi testimonial— sino el tricolor Enrique Peña Nieto. En cuanto llegó a la jefatura de Estado con millones de votos comprados y una inversión astronómica para torcer la voluntad popular, se apresuró a conformar el llamado Pacto por México, una coalición legislativa que ya no sólo incluyó al PRI y al PAN, sino que incorporó a la dirigencia del Partido de la Revolución Democrática (PRD), desnaturalizado y pervertido durante años bajo la dirigencia de la corriente Nueva Izquierda, los llamados “Chuchos”, quienes se consagraron a asimilarse a la clase política, a apropiarse de sus vicios y a vaciar a la organización de sus principios fundacionales. Desde 2013 el PRIAN devino PRIANRD, y en esa configuración impuso el último ciclo de “reformas estructurales” antipopulares, privatizadoras y entreguistas. En muchos sentidos, la alianza tripartita Va por México, en la que esos tres partidos se presentaron a los comicios de 2021, ya existía desde ocho años antes.

Pero, en rigor, lo que ocurrió en julio de 2018 fue una gran sublevación electoral y pacífica para derrocar a un régimen que no daba más de sí y que durante cuatro décadas mantuvo al país bajo una opresión mucho más asfixiante, violenta y ofensiva que la del viejo PRI del desarrollo estabilizador, que se ostentaba como “heredero de la Revolución Mexicana”; porque, mal que bien, entre 1927 y 1982 se había construido un Estado de bienestar que fue sistemática e implacablemente destruido en las cuatro décadas siguientes; mal que bien, la soberanía nacional había sido un referente —a veces meramente retórico— para los gobernantes, en tanto que el neoliberalismo sumió al país en la más vergonzosa supeditación a las políticas de Washington y de los organismos financieros internacionales. Y lo que siguió fue una claudicación total ante los intereses depredadores, ante el injerencismo foráneo e incluso ante la delincuencia organizada.

Actualmente, el PRIAN —al que puede sumársele o restársele el PRD sin que ello haga diferencia alguna— es la franquicia electoral del grupo oligárquico que tiene como único programa la restauración de la corrupción, el autoritarismo, las políticas antipopulares y el entreguismo. Su base social está compuesta básicamente del sector de la sociedad que ha sido intoxicado con sucesivas campañas de odio y difamación iniciadas desde 2004 en contra del naciente movimiento obradorista. Las encuestas sitúan la preferencia electoral sumada de ambas fuerzas por debajo de la votación que obtuvo el PAN en solitario en 2018; al PRI le auguran la mitad de los sufragios que logró su aspirante presidencial en aquel año y la militancia registrada del Revolucionario Institucional se ha contraído a una cuarta parte de la que tenía en el sexenio pasado. Si hace cinco años el PRIAN gobernaba en las 32 entidades del país, actualmente sólo encabeza siete.

En breve: el PRIAN dejó de ser un partido político —o la suma de dos— y actualmente es una marca electoral al servicio de un remanente de la vieja clase política y de un puñado de empresarios y logreros empeñados en mantener los impresentables privilegios que les arrebató la cuarta transformación.

¿A dónde va? A mantener la precariedad de su doble registro partidista por un tiempo indefinible o a una pronta extinción. Lejos de conformar una fuerza política, se volvió más bien una debilidad política, como puede comprobarlo la gran mayoría de quienes tienen la mala suerte de que esta menguante mancuerna los postule a cualquier cargo. Y ello es así porque ningún partido puede subsistir con la mera añoranza de un pasado de imposible retorno, sin reconocer el presente y sin  formular propuestas a futuro. Como solía decir Carlos Monsiváis, o las dirigencias prianistas ya no entienden lo que está pasando o ya pasó lo que estaban entendiendo. Así, la oposición política en México tendrá que partir de cero y dejar atrás esas siglas blanquiazules y tricolores, que no son un activo sino un lastre.

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