Quienes con buena intención e inteligencia llaman a construir una “vía civil” que ponga especial foco en la “profesionalización de policías locales” dejan fuera de la ecuación la enorme capacidad de fuerzas criminales para corromper y asesinar a los cuerpos policiales que trabajan desde lo local.
Fuera el ejército de las calles, gritan unos; ¡No a la militarización!, se escucha en cada foro. ¡De vuelta a los cuarteles!, tercian otros. ¿Tienen razón? Sí, sin duda. El camino y los tiempos para lograrlo, sin embargo, a veces se pierden de vista.
Basta conocer —así sea de manera superficial y fragmentaria— la historia política de América Latina para desconfiar de los proyectos políticos que descansan en la expansión de funciones del estamento militar. Las experiencias comparadas en América del Sur y en América Central a lo largo del último medio siglo deberían ser suficientes para concluir que no es buena idea conceder a los generales más áreas de influencia que las estrictamente necesarias. Es un riesgo latente para la estabilidad democrática; es jugar en una ruleta en la cual es muy difícil ganar. No es conveniente. Y lo sabemos desde hace mucho tiempo.
El contexto mexicano, sin embargo, es complejo. Entre diciembre de 2006, cuando inició el despliegue de fuerzas militares en operaciones antinarcóticos, y 2022 las cosas han cambiado mucho en México. El escenario de violencia criminal es distinto en al menos tres frentes: la balcanización de las organizaciones criminales, la diversificación de los mercados ilegales en los que actúan y el aumento de su poder de fuego. El último punto es, quizás, el más notable: a lo largo de los últimos quince años, los grupos criminales han logrado hacerse de un surtido de armas otrora inimaginable. Esa realidad —inescapable y objetiva— reduce los márgenes de acción del Estado.
Para darse una idea de cómo ha cambiado el stock de armas y otros artefactos que hoy utilizan grupos ilegales en varias regiones de México, basta comparar el tipo de confiscaciones que solían hacer las autoridades criminales al inicio del gobierno de Calderón con las que hoy realiza la Guardia Nacional. Ya no sólo hablamos de pistolas, fusiles y granadas, sino también de lanzagranadas, bazucas y hasta tanques. El simple cotejo del tipo de armas de fuego confiscadas en 2006 con las actuales apunta a que hoy son traficadas armas de calibres más altos y con mayor poder de fuego.
La facilidad con la que se adquieren armas en Estados Unidos ha permitido esta carrera armamentista y explica, en gran medida, la extensión de la epidemia de violencia en México. Datos conservadores apuntan a que dos millones de armas han sido introducidas de manera ilegal de Estados Unidos a México tan solo en la última década, el equivalente a unas seiscientas diarias.
Bajo este contexto resultan algo ingenuos —por no decir otra cosa— los llamados a devolver a los militares a los cuarteles (una frase, por cierto, poco certera y que olvida que en México, al menos desde el final de la Revolución, los soldados nunca volvieron a los cuarteles). Quienes con buena intención e inteligencia llaman a construir una “vía civil” que ponga especial foco en la “profesionalización de policías locales” dejan fuera de la ecuación la enorme capacidad de fuerzas criminales para corromper y asesinar a los cuerpos policiales que trabajan desde lo local. De esa asimetría hay que hacernos cargo en nuestros análisis y en nuestras proclamas.
No será posible avanzar hacia un proceso de progresiva desmilitarización de la seguridad pública sin antes reducir de manera sustancial el acceso a armas de fuego provenientes de Estados Unidos. Es urgente entender que el éxito de programas y estrategias en pro de la construcción de una vía civil pasa por la reducción del poder de fuego de organizaciones criminales. En una frase: desmilitaricemos a la criminalidad organizada. Sin ese primer paso será imposible dar el segundo.
Desde esa premisa es que veo con optimismo los esfuerzos de la cancillería de México y otras áreas del gobierno federal por darle prioridad —quizás como nunca— al tema del control de armas de fuego en la relación bilateral entre México y Estados Unidos. La demanda, hecha desde hace un año, que mantiene la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) en contra de las distribuidoras y armadoras estadounidenses y los esfuerzos del gobierno federal en el marco de la Iniciativa Bicentenario por tratar con seriedad el tráfico ilegal de armas del Norte al Sur son noticias halagadoras. Estas no sólo deben leerse en clave de la relación México-Estados Unidos sino como los primeros pasos hacia una política por reducir las causas de la violencia en nuestro país.
Ya se sabe: hacer política es elegir entre inconvenientes, entre opciones subóptimas —no reconocerlo es un acto de infantilismo político, pero también analítico. El contexto criminal que vive el país no admite respuestas fáciles ni eslóganes hechos para reproducir fácilmente en redes sociales. México debe, sí, caminar hacia la consolidación de un modelo civil de seguridad pública.
Para hacerlo, sin embargo, es necesario disminuir el poder de fuego de la criminalidad organizada y avanzar hacia escenarios menos violentos para quienes, desde lo local, intentan mantener el equilibrio social. En definitiva, en aras de la desmilitarización, la agenda de armas y la política de seguridad están destinadas a encontrarse. Ojalá lo hagan pronto.