La Comisión de Quejas y Denuncias del Instituto Nacional Electoral (INE) —sí, de nuestra autoridad electoral— ordenó a cierto empresario dejar de emitir mensajes violentos en contra de la senadora Citlali Hernández. El motivo es conocido y persiste ante nuestros ojos: Ricardo Salinas Pliego arremete de manera continua y humillante contra la parlamentaria en sus redes sociales; es incuestionable. Las expresiones del magnate atacan desmesuradamente a la también secretaria general del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) tanto por ser mujer como por su rol en el servicio público. Es precisamente este tipo de agresiones una de las muchas barreras que las mujeres deben sortear para ejercer el poder en pie de igualdad desde posiciones públicas. Eso habremos de admitirlo sin titubeos, sin dudas. La pregunta es otra: ¿es tarea de la autoridad electoral sancionar a particulares por violencia política en razón de género? Veamos.
La conducta del empresario hacia Hernández contraviene la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia en lo que concierne a la violencia política por razones de género. Esa legislación no sólo detalla lo que se considera violencia política, sino que también establece un catálogo no exhaustivo de sus posibles manifestaciones. Por ejemplo, señala que constituye violencia política el acto de denigrar a una mujer con base en estereotipos de género que perpetúen relaciones de dominación, desigualdad y discriminación. Hasta aquí el panorama es claro.
Los perpetradores de violencia política, en términos legales, no son únicamente los partidos políticos, sus miembros o simpatizantes. La violencia ejercida por particulares también se castiga. Aquí empieza a perfilarse el dilema. Dado que Citlali Hernández es senadora —un cargo público de nivel federal— es el INE la autoridad competente para atender el asunto de violencia política en su contra.
Aunque las disposiciones legales otorgan al organismo electoral la capacidad de aplicar medidas cautelares (poner fin a la campaña contra la parlamentaria) y medidas correctivas (compensaciones financieras, disculpas públicas y garantías de no repetición) en contra del magnate, lo cierto es que la autoridad electoral no tiene dientes suficientes para hacerlas valer en contra de actores que no sean funcionarios políticos; o sea, puras buenas intenciones. Como evidencia tajante de lo anterior se nos presenta Ricardo Salinas Pliego: el empresario ha desoído la resolución del INE y es a todas luces improbable que el Instituto encuentre la manera de hacer cumplir su resolución.
Hernández hizo lo que debía: se defendió de Salinas Pliego con los recursos legales que le ofrece el marco jurídico vigente. Sin embargo, parece que el asunto de la violencia política en su contra se quedará en la mera controversia pública.
La resolución del INE y la actitud desafiante del empresario ante ella ponen de manifiesto la importancia de examinar cómo abordamos la violencia política en razón de género. Resulta controvertible —aquí quiero decir inadecuado— que sea la autoridad electoral, con su vocación y alcance limitado, la instancia correcta para impartir justicia en la materia. Lo anterior es especialmente cierto cuando el individuo sancionado, por despreciable que sea, no es un actor político y cuando la violencia no se desenvuelve en el marco de un proceso electoral.
La actuación de la autoridad electoral en este caso resulta problemática por la naturaleza del INE, así como por su experiencia y atribuciones. El organismo se ha erigido para orquestar y supervisar procesos de participación política; carece tanto de experiencia como de conocimiento para determinar qué actos constituyen violencia de género; tampoco tiene potestades amplias para obligar a que los particulares se alineen a su buena voluntad. Tengamos cuidado con erosionar la confianza que depositamos en el instituto electoral entregándole tareas imposibles o para las cuales no fue creado.
La tarea de la autoridad electoral debería ser una sola: organizar elecciones, consultas populares y la revocación de mandato. Los asuntos en materia de violencia política deberían ser encomendados a quienes saben ponderar los derechos en conflicto entre particulares para adjudicar responsabilidades e imponer sanciones: el poder judicial. No es necesario reinventar la rueda.