Primera parte aquí.
IV
El daño que provoca el ruido (entendido como el flujo ininterrumpido de estímulos auditivos, visuales y/o mentales) está asociado al desequilibrio de la psique. Ver un carrusel de anuncios publicitarios por largos periodos u oír el eco de voces ajenas que se superponen a las de nuestra propia consciencia puede resultar abrumador. No por nada la locura y los traumas de la identidad se describen como una multitud de voces contradictorias que se repiten sin cesar en la superficie de la mente. De hecho, el efecto de repetición, punta de lanza de la publicidad, puede convertir un sonido agradable en un martirio.
Según el testimonio de los presos políticos de Guantánamo, una de las torturas favoritas de los soldados norteamericanos consistía en poner una y otra vez durante horas una bocina con las tonadas de Barney y Plaza Sésamo. No extraña que después de días, o incluso horas de tortura, los prisioneros estuvieran dispuestos a confesar cualquier cosa. Y tampoco extrañaría que dicho método tenga un origen doméstico, que lo haya ideado un agente estadounidense mientras trataba de mantener a su hijo “tranquilo” (o terriblemente alienado) y su única opción haya sido reproducir dichas canciones una y otra vez. Curiosamente, las sinfonías más sublimes de Beethoven también eran caldo de cultivo en el escabroso “tratamiento” de Alexander Delarge en La naranja mecánica.
Pero no sólo el ruido y la penosa omnipresencia de los aparatos anticipan el hartazgo. También hay una sensación de claustrofobia en nuestras sociedades, una constante vulneración de la esfera íntima que Milán Kundera llamó “la imposibilidad de huir a algún lugar” [1]. No es extraño entonces que ocurra una disolución del yo tal y como lo conocemos, fenómeno que se manifiesta en situaciones como la disolución del límite que separa ocio y trabajo (la abundancia de trabajos “divertidos” o cool en los que la precariedad es norma y ya no se sabe si se está trabajando o no); la desordenada mezcla de contextos afectivos y laborales muy clara en las redes sociales (donde conectamos con amigos, desconocidos, buscamos empleo y nos hacemos publicidad a nosotrxs mismxs); o por supuesto la incursión del teletrabajo y el tele-estudio a nuestra cotidianidad —la estrategia que posiblemente convertirá nuestras ciudades en babilónicos call centers dedicados a la autoexplotación. Así se difuminan los límites del individuo, que apenas si queda circunscrito a la espacialidad de su propio cuerpo.
En El yo saturado (1991) Kenneth Gergen[2] teoriza estos diversos fenómenos bajo la noción de “saturación social”, que es una consecuencia directa del aumento desmedido en la cantidad de fuentes de comunicación (una red omnipresente de ruido que recuerda la leyenda de la torre de Babel en la biblia). Según él, las implicaciones de la saturación social van más allá de las perturbaciones del sujeto: no sólo pone en tela de juicio cualquier “consenso de verdad” sino que también deshace estructuras humanas como el matrimonio, el sistema educativo y la jubilación, esas “entidades sólidas” de las cuales Bauman[3] conceptualizó su disolución en la liquidez de la posmodernidad.
V
Los beneficios del silencio para el ser humano son incontables. Es recurrente condición del sueño y el reposo, regenerador de la energía mental y corporal que favorece la memoria, la concentración y la disposición a las interacciones sociales. Además reduce los niveles de cortisol y glucosa en el cerebro, alejando a una persona de estados cercanos a la ansiedad, el enojo o la impaciencia. Pero quizás su mayor ofrenda procede de una obviedad: el silencio despliega un espacio que invita a la escucha, la observación y las distintas formas de la atención consciente.
A mediados del siglo XX, numerosos estudios epidemiológicos que habrían de conducir al concepto de contaminación auditiva descubrieron “correlaciones entre el aumento de la presión sanguínea y el ruido crónico de fuentes como autopistas y aeropuertos”[4]. No asombra que un grupo de consultores finlandeses, ávidos de un recurso que atraiga el turismo a su país, promovieran más tarde la experiencia del silencio como una futura fuente de ingresos: “en el futuro, la gente estará dispuesta a pagar por ello”, anunciaron.[5]
En 2005, mientras analizaba los efectos de la música relajante, el doctor Luciano Bernardi[6] descubrió que durante las pausas entre cada pista se producían respuestas más vívidas de relajación en los oyentes. Ocho años más tarde, Imke Kirste[7] ahondó en los resultados de su investigación y se concentró en el impacto de la ausencia sonora. Luego de realizar diversos experimentos en ratas, que expuso a dos horas de silencio total al día, advirtió la progresiva recuperación del hipocampo, estructura cerebral que funge en la producción y conservación de recuerdos y juega un papel vital en el aprendizaje.
Un estudio realizado en España en abril de 2020[8] considera que las ballenas, los cachalotes y los delfines han vuelto a poblar una zona del litoral balear en los primeros meses de la pandemia. Antes del 2020 la superficie del cuerpo marino había estado ocupada por buques de extracción petrolífera o de hidrocarburos y embarcaciones dedicadas al turismo que producían un ruido de aproximadamente doscientos decibelios en el agua. Los cetáceos no sólo transitaban nuevamente por allí sino que además ofrecían al océano hermosos cantos que atrajeron otras especies.
VI
Nunca olvidaré la primera y única vez que escuché el silencio. Estaba en un centro de meditación ubicado en las afueras de un pequeño pueblo de Cataluña, en una campiña amable y tranquila. El retiro de Vipassana, una técnica de origen birmano difundida desde India hace más de 2500 años por Siddartha Gottama (Buda), consistía en pasar diez días sin pronunciar palabra y concentrado de lleno en el aprendizaje, por lo cual el único contacto verbal se reducía a escuchar un discurso de dos horas cada día antes de ir a dormir.
Los primeros días de silencio fueron los más arduos. No sólo estaban proscritas la lectura y la escritura, además debíamos cohabitar en un grupo de treinta personas evitando todo contacto que no fuera estrictamente necesario, incluso las miradas y los gestos. Y no es que no hubiera ningún ruido en el lugar. Pocos días antes el Barcelona de Pep Guardiola se había coronado campeón de la liga de fútbol español y los cohetes se oían varias veces al día. Sin embargo, entendí que escuchar un sonido no se compara con emitirlo, por más obvio que pueda parecernos tras años de familiaridad con la palabra oral. Lo más difícil para mí fue luchar con el ego —ese maldito yo, como diría Ciorán—, convivir con los incesantes murmullos de la vocecilla interna que me balanceaba a saltos entre la nostalgia del pasado y la angustia del futuro.
De alguna forma cuando llegó el último día ya me había habituado, pero mi serenidad no opacó mi emoción. Me intrigaba mucho saber si hablar sería lo mismo, sobre todo ahora que entendía en carne propia que el silencio excesivo también puede resultar ensordecedor.
No recuerdo las primeras palabras que dije, pero sí recuerdo las vibraciones. Eran hilillos de aire resonando en lo alto del vientre –según leí después la palabra nace en los pulmones y avanza por la tráquea hacia la laringe– y reverberaciones que crecían como una chispa encendida en las cuerdas vocales y subían por el puente del cuello hacia la boca y retumbaban al fin entre la quijada y el cráneo, esa caverna donde siempre nos oímos a nosotros mismos.
Los cosquilleos me provocaron una emoción sinigual y seguí balbuceando tontamente durante varios segundos, reconociendo apenas mi propia voz. Entonces un torrente de pensamientos me habitó: comprendí o creí comprender que el habla es una herramienta que usamos a nuestra voluntad como si fuera un instrumento musical, una facultad que nos permite arrojar un objeto con la mente, dirigir una emoción a través de la brisa para encontrarle un puerto afuera de la boca. Por un momento pensé en el poder curativo del canto, prodigio que podemos intuir al entonar una canción hermosa o al oír una dulce tonada. Por más evidente que parezca, había tenido que volver al silencio para comprender algo tan esencial e innato.
[1] Kundera, Milan, El arte de la novela, Tusquets, 1986, p.21.
[2] Gergen, Kenneth, El yo saturado: dilemas de identidad en el mundo contemporáneo, Paidos, 2000, p.
[3] Bauman, Zygmunt, Tiempos líquidos, Tusquets, 2007, p. 14.
[4] “In the mid 20th century, epidemiologists discovered correlations between high blood pressure and chronic noise sources like highways and airports”. Tomado de “This is your brain on silence”, de Daniel Gross, un fascinante artículo que cuenta cómo una campaña de marketing en Finlandia develó los grandes beneficios del silencio: https://nautil.us/issue/16/nothingness/this-is-your-brain-on-silence?fbclid=IwAR0rvH2SL8r8yz-xOCjVm5n7P1OnvN6cHxV7EK050ds12AbOsQZo88eFGjg
[5] “In the future, people will be prepared to pay for the experience of silence”. Ibídem.
[6] Bernardi, Luciano, Dynamic Interactions Between Musical, Cardiovascular, and Cerebral Rhythms in Humans y, en especial, Bernardi L, Porta C, Sleight P, Cardiovascular, cerebrovascular, and respiratory changes induced by different types of music in musicians and non-musicians: the importance of silence. Clinica Medica 2, Universita’ di Pavia, IRCCS S Matteo, 27100, Pavia, Italia.
[7] Kirste, Imke, Is silence golden? Effects of auditory stimuli and their absence on adult hippocampal neurogenesis, Brain Structure and Function, en Pub Med 2013.
[8] https://elpais.com/espana/catalunya/2021-04-30/el-silencio-de-los-cetaceos.html