Este artículo pretende dar una mirada crítica, a vuelo de pájaro, del devenir del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) y sus resoluciones. Sin dejar de reconocer los avances en la jurisprudencia del órgano a través de los años (avances tímidos, por cierto), el enfoque en estas líneas es señalar lo que desde mi experiencia son falencias evidentes que han retrasado el tránsito de nuestro país hacia una verdadera democracia regida por un estado de derecho que vele por los derechos políticos, en especial el derecho a votar libremente en elecciones justas, equitativas, creíbles y legítimas.
Fue un gran e histórico avance que en la reforma político electoral de 1996 se creara el TEPJF cómo órgano especializado del poder judicial para fungir como máxima y última autoridad en asuntos electorales.
Que la decisión final y definitiva sobre un conflicto electoral fuera tomada por jueces era la garantía de la aplicación del derecho para impartir justicia en las controversias electorales.
Al menos, ese fue el espíritu de la reforma.
Se diseñó un tribunal cuya ruta impugnativa fuera similar a la jurisdicción común: sería competente para resolver impugnaciones de los partidos políticos en contra de la autoridad administrativa organizadora de elecciones (el otrora Instituto Federal Electoral —IFE— en el ámbito federal y los institutos electorales en el estatal); para resolver, en segunda y definitiva instancia, impugnaciones contra las decisiones de los tribunales electorales de los estados; para resolver los juicios que la ciudadanía promoviera para defender sus derechos político electorales frente a las autoridades electorales, y para resolver las impugnaciones por resultados electorales y, en su caso, la nulidad de las elecciones.
Se crearon una sala superior y cinco salas regionales que funcionarían temporalmente en época de elecciones; una por cada circunscripción plurinominal del territorio nacional, con sedes en Guadalajara, Monterrey, Xalapa, Toluca y el otrora Distrito Federal. Sus magistrados serían nombrados por mayoría calificada del Senado a propuesta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN).
Se dispuso un cambio fundamental en la forma en que se calificaban las elecciones presidenciales; hasta entonces lo hacía la Cámara de Diputados erigida en colegio electoral, por lo que se trataba de una autocalificación política; la reforma dispuso que ahora la calificación sería una certificación externa; una heterocalificación emitida por el Tribunal en pleno.
Como puede observarse, las expectativas eran muy altas. Han pasado, desde entonces, tres integraciones del Tribunal; la primera, con grandes figuras de la investigación jurídica y el derecho mexicanos. A su conclusión, los acuerdos políticos en el Senado y en la Corte produjeron una segunda integración que pronto dio muestras de ser distinta y marcada por una velada vinculación de los magistrados con las principales fuerzas políticas.
Para la tercera integración, resultado de los acuerdos surgidos en lo que se conoció como el «Pacto por México», ya la carga política en las negociaciones y el desaseo en las designaciones anunciaban una integración cuyo desempeño ha evidenciado en efecto que ese órgano ha ido perdiendo independencia y se ha ido plegando a los vaivenes políticos; entendible situación si se atiende el origen de las designaciones de sus magistrados.
Hoy en día tenemos una sala superior que funciona y reacciona con mayor o menor medida a las presiones mediáticas de un segmento de la población: la oposición poseedora de los medios y la opinión publicada.
Me referiré a casos emblemáticos que han significado para mí parteaguas en la disyuntiva de los magistrados de hacer justicia o aplicar un indolente laissez faire, laissez passer, y que se han resuelto, justamente, en el sentido menos favorable para la equidad en las contiendas.
Es pertinente aquí apuntar que el principio de maximización de los derechos político electorales y de su progresividad existe sólo a partir de 2011; sin embargo, también es necesario señalar que el Tribunal Electoral ha tenido, desde su creación, plena jurisdicción para garantizar esos derechos y que su actuar, no obstante ser máxima e inapelable autoridad, ha sido más bien parco y conservador.
Y haré la siguiente afirmación: la independencia y autonomía de las decisiones del tribunal han sido inversamente proporcionales al tamaño y peso político de las partes involucradas en las controversias que resuelve.
Primera integración
Caso Yucatán
En la segunda mitad del año 2000 y la primera del 2001, ante el desacato expreso y reiterado del Congreso del Estado de Yucatán respecto de cumplir una sentencia que revocó su designación ilegal de consejeros electorales, el Tribunal resolvió una serie de inconformidades de algunos partidos políticos, ante el desacato del poder legislativo local y del propio gobernador.
No obstante contar con medidas de apremio por ser un órgano con plena jurisdicción, no utilizó sus facultades y no fue sino hasta que la Suprema Corte intervino, activada por una acción de inconstitucionalidad, y que apercibió a los poderes de Yucatán, que se dio cumplimento al fallo.
Caso Miguel Hidalgo
En 2003 hubo elecciones en el otrora Distrito Federal para elegir a los jefes delegaciones. En la entonces delegación Miguel Hidalgo, el candidato del Partido Acción Nacional (PAN) rebasó el tope de gastos de campaña. En ese entonces, el Código Electoral del Distrito Federal preveía como sanción la nulidad del proceso electoral y la vista al Ministerio Público.
Llegadas las impugnaciones y desahogados todos los trámites, se tuvo que el segundo lugar, que era un candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD), también había rebasado el tope de gastos y con un monto mayor al del candidato del blanquiazul.
Si el lector de estas líneas cree que ante ese cúmulo de violaciones lo procedente era anular la elección por las ilegalidades descubiertas, se equivoca. La decisión fue confirmar la elección, porque (dicho muy coloquialmente) la trampa del perdedor convalidó la del ganador. Y se modeló una jurisprudencia que ha venido (hasta hace pocos meses) siendo el criterio estándar: la conservación de los actos electorales válidamente celebrados; o lo que es lo mismo, conservar los resultados a toda costa, aunque el derecho al voto libre, equitativo e informado, así como la aspiración de elecciones limpias y creíbles pasen a segundo término. ¿Y cuál es la consecuencia?: candidatos que acuden a trampas y recursos de forma indebida y abusiva en los procesos electorales, cuyas victorias se confirman a menos de que la evidencia y la presión social, mediática, pero sobre todo política, lo impidan.
Elección presidencial de 2006
El Tribunal sí encontró irregularidades por parte del entonces presidente Vicente Fox, de servidores públicos, de los medios, de la iniciativa privada, pero decidió no considerarlas relevantes y determinó no hacer un recuento general de sufragios por no estar prevista la causal en la ley. Llama la atención que, en la última elección en Campeche para renovar gubernatura, tampoco existía la causal y el Tribunal decidió hacer un recuento total, sin existir causa. En este caso, el recuento sólo confirmó y aumentó la ventaja de la candidata ganadora.
Segunda integración
Caso Monex
En la campaña presidencial de 2012, el candidato ganador habría gastado 13 veces más del tope permitido por la ley electoral. La oposición denunció, el IFE no declaró el rebase; ante la impugnación, la sala superior de Tribunal determinó que no podía ordenarle a la autoridad electoral administrativa que reiniciara procedimientos de verificación, pues esa era facultad del IFE (olvidando su plena jurisdicción y que desde 2011 debía velar con mayor énfasis por el voto público, siendo este un derecho fundamental).
Tercera integración
Designación de sus integrantes
Estamos en los meses del Pacto por México. El PAN y el PRD pusieron la reforma electoral como moneda de cambio para dar sus votos a la reforma energética. En su visión, ellos debían tener desde el Senado y la Cámara de Diputados mayor injerencia en la designación y control de las autoridades electorales federales y estatales. Así, quien fungía como secretario técnico de la comisión de justicia del Senado, encargada de recibir las solicitudes de aspirantes a ser magistrados del TEPJF, actuando como juez y parte, también metió sus documentos y resultó designado magistrado regional y después de la sala superior.
Otro hecho digno de resaltarse es que una vez que el Senado designó a los magistrados de la sala superior, determinó que era mejor darles un periodo más largo en su función y los hizo rendir protesta dos veces ante el pleno para aumentar en más del 100 por ciento la duración en el encargo. Esto se impugnó ante la Corte con resultados conocidos.
Caso Campeche
La sala superior, alejándose de sus criterios históricos, decidió ordenar la apertura, sin mediar causal expresa, de todas las casillas de la elección de gobernador de Campeche.
Casos Michoacán y Tamaulipas
En Michoacán, la sala superior admitió alegatos por parte de los partidos vencidos en las elecciones y los gobernantes y políticos identificados con ellos, basados en notas de prensa (controlada por los gobiernos cuyas siglas resultaban derrotadas en esas elecciones) y, en un caso, emitió recomendaciones al ahora Instituto Nacional Electoral (INE) en aspectos de seguridad pública ajenos a la materia electoral; en el caso Tamaulipas, ordenó al INE emitir lineamientos que regulen, más allá de la ley, la participación de servidores públicos que por disposición legal no están impedidos a operar como representantes de partidos políticos ante las casillas. Esto, basados en afirmaciones de los impugnantes que no demostraron parcialidad o ilegalidad; es decir, dar gusto a los perdedores de llevarse pequeñas victorias que permitan alegar que hubo intervención de servidores públicos.
Cancelación de registro de candidaturas
Por aplicar —ahora sí— criterios estrictos a infracciones de monto ínfimo en materia de fiscalización, y pasando por alto el derecho de los candidatos y de sus electores a una elección constitucional ordinaria, confirmó la cancelación del registro de las candidaturas a gobernador del partido Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) en Michoacán y Guerrero.
Cabe mencionar que en estos casos la sanción no estaba prevista constitucionalmente, sino únicamente en la ley; y que la constitución ordena interpretar las leyes de la forma en que se maximicen los derechos.
Como se puede advertir, estamos ante un tribunal que utiliza dobles estándares para analizar distintos casos, y esos estándares están a menudo innegablemente incumbidos con intereses de las fuerzas políticas por cuya intervención los magistrados llegaron a serlo.
Por supuesto que habrá quien afirma que esta es una opinión sesgada y que deja de considerar las miles de sentencias que ha emitido el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación en sus casi 30 años de existencia. Yo contraargumento que estos son casos emblemáticos que demuestran que cuando los adversarios son formidables, no hay congruencia ni consistencia en los criterios.
En cambio, cuando se trata de garantizar paridad de género, alternancia en candidaturas o derechos políticos de indígenas, su jurisprudencia ha sido garantista; es evidente: son decisiones políticamente correctas y que dan mucho material para construir un discurso que elogia el desempeño de ese órgano.
No obstante, a la hora de la verdad, cuando están de por medio decisiones que van a determinar si una entidad, municipio o distrito serán representados o gobernados por personas que violan la ley, la cosa es distinta. Sí, ha anulado elecciones: en Tabasco, Colima, Michoacán, pero son las menos. Y no se puede establecer como parámetro esa cantidad de elecciones anuladas como para decir que la gran mayoría de elecciones son limpias. Hay una autoridad que unas veces decide velar por los votos y otras por la conclusión, en tiempo y forma, de las elecciones. ¿Qué determina ese cambio de enfoque? No sólo la circunstancia especial, sino las partes involucradas o sus apoyos remotos.
La gran deuda del poder legislativo es diseñar un órgano que sea, en la medida de lo posible y derivado de la pulcritud en sus designaciones, inmune a compromisos, intereses y presiones políticas.
Como comentario final, el principio que debe privar en la justicia electoral, a mi juicio, no es la formalidad, sino la certeza y el respeto al voto público.
Debemos aspirar a elecciones creíbles, justas, equitativas y que doten de legitimidad a los gobernantes que producen. Para eso se requieren autoridades que estén dispuestas a defender la voluntad del pueblo, no de los actores políticos.