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Justicia, más allá de la ley

El resentimiento está más vinculado con la memoria que con la envidia

Una de las acusaciones más frecuentes que la oposición dirige contra el obradorismo es que que persiste un profundo resentimiento entre sus filas. En gran medida es cierto, pero no en el sentido en el que lo afirman. La desigualdad, en la narrativa de los opositores, es consecuencia de su habilidad, talento y esfuerzo. Los resentidos, según esto, serían sujetos envidiosos que reniegan de su inferioridad. Aunque su narrativa no soporta el examen más mínimo, se aferran a ella porque les permite ocultar que toda desigualdad tiene en su origen algún despojo.

Aprovechándose de la desmemoria de algunos, se presumen como grandes profesionales. Por poner solo un ejemplo, Ricardo Salinas Pliego se presenta como un modelo a seguir, un selfmade man. Nunca menciona que su fortuna, como otras grandes fortunas mexicanas, tiene un origen ilegítimo: la alienación de los bienes públicos. Sin las privatizaciones amañadas de las empresas públicas, la magnitud de su riqueza no sería la misma. Con su supuesta meritocracia quieren desviar la mirada de la profunda injusticia que persiste en la política económica que defienden: privatizar los beneficios y hacer públicas las deudas.

El resentimiento está más vinculado con la memoria que con la envidia. Bien lo señalaba Walter Benjamin: romper con el pasado, olvidar los agravios de las generaciones que nos antecedieron, es cortar el nervio más potente que anima los movimientos populares.

Por supuesto, la memoria les es incómoda porque implica reparar en su responsabilidad de, por lo menos, cuatro décadas de neoliberalismo. Cuando no hay un reconocimiento de la injusticia, el victimario suele exigirle a la víctima que olvide, que deje atrás el pasado. En ese sentido, el resentimiento es una reacción que pervive en la negativa de conceder un perdón inmerecido.

Constantemente, los opositores reclaman que la cuarta transformación vive atada al pasado y que esa es la razón por la que no le ha sido posible avanzar. El olvido les es cómodo, para ellos significa una garantía de impunidad. Ante una injusticia que perdura, mantener viva la memoria es un imperativo que permite sobrellevar la atroz experiencia y, sobre todo, legitimar las demandas de la víctima.

Por ello, no nos debe extrañar que cuando la injusticia es ineludible, siempre recurren a la estratagema de los tribunales: “si hay alguien culpable, ¿por qué no se presenta una denuncia?”. Asumen que el que no exista un veredicto de culpabilidad significa que son inocentes. Se trata de una perversión del principio de inocencia. En este planteamiento leguleyo, a mi juicio, radica el gran problema de la justicia en México.

En primer lugar, las instituciones involucradas en la impartición de justicia constituyen un sistema inoperante. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública, en el país, sólo el 8.5% de los delitos se denuncian o detonan la apertura de carpetas de investigación. Esto implica que aproximadamente cada año 2.6 millones de delitos no tienen ningún cauce institucional. Entre los pocos que son atendidos por el aparato judicial, en el 55% de los casos las víctimas tienen la impresión de que no se llegó a nada. Es obvio el por qué, para cuatro de cada 10 personas denunciar, es decir, atender la violencia mediante la vía institucional, es una pérdida de tiempo.

Tal como lo muestran estas cifras, el que no se abran procesos judiciales no implica la inocencia de nadie. En este contexto, haber promovido la autonomía de las fiscalías fue un grave error. Anteriormente, los errores y la negligencia se podían atribuir al poder ejecutivo, a este poder se le podía exigir rendición de cuentas. Hoy no existen mecanismos claros para conducir los reclamos ante los deficientes resultados de los fiscales, sobre todo en los estados del país.

Peor aún, en muchos casos se ha usado la autonomía como sinónimo de impunidad. El caso de Irving Barrios Mojica, fiscal de Tamaulipas, es icónico: su misión no es atender a las víctimas, sino cubrir las espaldas de Francisco García Cabeza de Vaca, garantizar que el nuevo gobierno no investigue a la administración anterior.

Eso sólo por hablar de una de las partes involucradas. Las cifras del poder judicial no son más alentadoras. Podemos afirmar que desde hace décadas la injusticia está arraigada en el Estado mexicano. Impulsar la transformación profunda de la vida pública y, en particular, concretar una reforma judicial es una de las prioridades más urgentes de este país.

Un segundo asunto, no menos grave, es que hemos reducido la justicia a un tema de tribunales. Cuando se mira la situación desde la perspectiva de las víctimas, caemos en cuenta de que son más importantes que la sentencia las garantías de reconocimiento, reparación y no repetición. El castigo al perpetrador por sí solo no garantiza ninguna de estas. No basta con condenar a Rosario Robles, es necesario desarticular una forma de hacer política que lucró con los más necesitados.

A mi parecer, en este punto radica la diferencia irreconciliable con la narrativa de la oposición. En múltiples ocasiones hemos visto cómo se montan en causas justas, pero sin el mayo interés de acuerpar a las personas que se encuentran tras esas causas. Sus objetivos son claros: intensificar el golpeteo político y lucrar con el dolor ajeno. Y en el momento en que esas causas dejan de ser redituables, las abandonan como si se tratase de pañuelos desechables.

Debemos tener presente que en la justicia, el ámbito de la política se encuentra con la ética. Karl Jaspers entendió con mucha lucidez esta coincidencia en sus reflexiones sobre la responsabilidad con las víctimas de genocidio.

Jaspers se planteó la pregunta de quién es responsable del holocausto perpetrado por la Alemania nazi contra la comunidad judía. La respuesta más  inmediata era la misma que surgió en los juicios de Núremberg: establecer quiénes habían sido partícipes de los crímenes relacionados con el exterminio de millones de personas. Durante tales procesos, la gran mayoría de acusados admitió haber participado, pero se justificaban en el hecho de que siguieron órdenes. Algunos altos mandos del gobierno nazi fueron declarados culpables, pero no con ello se aclaró la justicia.

Desde el punto de vista jurídico, era sencillo exculpar a muchos procesados, apelando a la obediencia; pero no resulta así desde el enfoque de la ética. Por ello, Jaspers añadió que la ética y, por tanto, la justicia no pueden estar limitadas a la ley. Si bien es cierto que toda ley debería apuntar a la justicia, no puede agotarla. En todo acto, además de la responsabilidad legal, también puede señalarse una responsabilidad ética.

Y esto va más allá. Jaspers pensaba que también existía responsabilidad en aquellos que no habían perpetrado acto alguno en contra de las víctimas pero que se habían beneficiado de un régimen criminal. Incluso llega a señalar que existe una responsabilidad metafísica con cualquier víctima, sin importar que no se haya compartido ni tiempo ni espacio con sus problemas y desafíos.

Jaspers bosquejó estas ideas en una serie de conferencias radiofónicas al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Como era de esperarse, encontró pocos oídos atentos, nadie quería que le recordaran su responsabilidad en la barbarie. Sin embargo, sus reflexiones todavía nos aportan mucha claridad para la transformación que estamos viviendo.

Lo cierto, es que la justicia para las víctimas es un tema al que recurre la oposición sólo para el escándalo mediático, pero el ruido que provocan poco abona. Aunque no es posible eludir que por cuatro décadas fueron los responsables de gobernar este país, se enfundan en un discurso formalista. Hablan de un respeto irrestricto a la ley, pero omiten que ellos fueron quienes la modificaron a su conveniencia. No es ninguna casualidad que haya sido en el sexenio de Carlos Salinas que se modificara el Código Penal para que la corrupción ya no fuese clasificada como delito grave. Esa fue la primera piedra sobre la que se fundó su régimen criminal.

Afortunadamente, como bien nos enseña Jaspers, la responsabilidad ético política y la justicia no se agotan en la ley. Incluso, como Benjamin afirma, el derecho no es el espacio donde se dirime la justicia, sino que lo es la historia. Dicho en otras palabras, lo justo no es un principio abstracto y general, sino un acto concreto.

La consulta popular para enjuiciar a los presidentes, promovida en 2021, responde a esta concepción: la justicia no puede reducirse a los tribunales, menos cuando las instituciones trabajan para defender los intereses de unos cuantos. Independientemente de los efectos jurídicos, se exigía encauzar la indignación popular por décadas de malos gobiernos.

La respuesta de la oposición era previsible: “la ley no se consulta, la ley se aplica”. Por supuesto, parten de la conciencia de que habían capturado las instituciones judiciales. Eran ellos los que nombraban jueces y fiscales que conducían los procesos judiciales, quienes creaban y modificaban a su antojo las normas que se aplicaban. En esas condiciones, no existe justicia posible; de menos, no, dentro de instituciones judiciales que han perdido su imparcialidad.

Sin embargo, cuando se mira desde la memoria, no es ninguna exageración recurrir a un concepto de Hannah Arendt para describir las cuatro décadas de neoliberalismo. Hemos vivido un “Estado criminal”, en el que se legalizaron actos aberrantes, se violaron garantías y se institucionalizó la corrupción.

Por sólo hablar de un caso entre muchos, la ministra Norma Piña autorizó que la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF), adscrita a la Secretaría de Hacienda, fungiera como mecanismo de extorsión contra cientos de empresarios. Hoy, cuando se quieren investigar casos de corrupción, la ahora titular de la Suprema Corte sostiene que el proceder de la UIF es inconstitucional y violatorio de derechos. Sin duda, se instauró un entramado institucional para proteger a los criminales de cuello blanco.

En este contexto, se confirma la sentencia de Benjamin: el resentimiento —ligado a la memoria— es un potente nervio que se contrapone a este formalismo jurídico que lo único que pretende es prolongar la impunidad.

No, el resentimiento no es envidia, es indignación ante la injusticia.

Afortunadamente, ante la inoperancia del sistema judicial, estamos viviendo una politización de la justicia. Por supuesto, no podemos esperar que los juicios públicos tengan los mismos efectos jurídicos que los tribunales, pero abren paso a la esperanza. Sobre todo, si somos conscientes que no hay paz que sea duradera si se funda en un olvido reconciliador, menos si la reconciliación es exigida por el perpetrador.

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