Breve anatomía de la impaciencia

Ensayos

La paciencia es tontería, y la impaciencia se convierte en un perro rabioso.

Shakespeare

Si tuviera que usar una palabra para describir al mundo, usaría “impaciencia”. Qué difícil resulta cultivar la espera, estar a solas consigo mismo, aburrirse en paz. Conozco gente que preferiría soportar una golpiza antes que esperar unos minutos en la fila de una tienda. Y no exagero: en 2014, la revista Science hizo un experimento que me parece, cuando menos, sintomático de nuestro modus vivendi en Occidente. A un grupo de personas se les lleva a una habitación donde pasarían quince minutos a solas. Les preguntan, a la entrada, si serían capaces de darse descargas eléctricas con un aparato que está encima de una mesa. Naturalmente, el 100% de los participantes se niega. Sin embargo, al cabo de seis minutos, un alto porcentaje de personas comienza a hacer lo que antes les parecía impensable: se dan descargas eléctricas a sí mismos. La mente está tan acostumbrada a recibir estímulos, que mantenerse en calma, aunque sea por un breve lapso de tiempo, le significa un trabajo sobrehumano.

La palabra, proveniente del latín “impatientia”, tiene una raíz griega: pathos, que hemos asimilado a pasión o dolor. Así pues, la impaciencia es otra faceta del dolor, una que le da brillo al aforismo de Schopenhauer: “vivimos entre el aburrimiento y el sufrimiento”. A los impacientes nos abruman las emociones, en especial las que provoca la espera; no tenemos la capacidad de sostenerlas, o al menos no sin reaccionar como los participantes del experimento de descargas eléctricas; nuestro umbral del dolor es demasiado bajo. ¿Será esta la prueba de que a mente impaciente, cuerpo débil? Lo dudo. Si bien las conductas compulsivas, vecinas de la impaciencia, liberan cortisol y adrenalina en el organismo y están vinculadas al hiperconsumo o a hábitos como la gula y el tabaquismo excesivo, también hay casos que escapan a la norma. Mi impaciencia, por ejemplo, ha venido acompañada siempre de una hiperactividad que, desde niño, me hacía jugar hasta el cansancio cada día, y que aún hoy me obliga a ejercitarme y mantener mi cuerpo en relativa condición para poder conciliar el sueño.  

La moneda de la impaciencia tiene, pues, más de una cara.

De hecho, ser paciente no parece un atributo representativo de lo humano. Somos inquietos desde tiempos remotos. Podría afirmar incluso que buena parte de los beneficios que hemos conseguido en comunidad y los que conseguimos a diario como individuos, provienen de la comezón que anida en nuestro espíritu. La impaciencia nos hace creativos, nos lleva a buscar soluciones, nos mueve a interactuar con el mundo. Cuando sentimos que la realidad nos pasa por encima, nos sublevamos, intentamos transformarla. No me extrañaría que el adiestramiento del fuego haya ocurrido porque nuestros ancestros homínidos, maravillados con los incendios provocados por las tormentas eléctricas, se negaron a soportar el frío invernal. Y tanto más sospecho de tecnologías como el teléfono o el acueducto; debía ser insufrible esperar al cartero una vez al mes, o respirar el olor insano de los desperdicios en la cotidianidad. Y ni hablar de los movimientos sociales: es una evidencia que las revoluciones populares no se forjaron con el hierro de la espera sino con el fuego de la impaciencia. Ese fuego es responsable de la decapitación de Luis XVI, las protestas por el derecho al voto femenino, el movimiento Me Too y la Primavera Árabe, eventos sin los cuales las masas no habrían, no habríamos, conseguido importantes derechos sociales. “La paciencia es la fortaleza del débil y la impaciencia, la debilidad del fuerte”, escribió Immanuel Kant.  

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No obstante, hoy la impaciencia es un lastre que nos impide estar en el presente. Vivimos por segmentos y en constante interrupción. Sobre todo, en tiempos de la era digital: si bien gozamos de afortunadas invenciones en nuestra vida cotidiana como el internet, el tele-trabajo y las redes sociales, sus beneficios son espadas de doble filo, pues atrofian nuestra relación con el tiempo. Estas tecnologías nos generan dos ilusiones: 1) que podemos estar en varios lugares a la vez y 2) que podemos hacer más cosas de las que permite la realidad física. Para completar, no siempre somos conscientes de que ambos planos de la realidad (el virtual y el físico) tienen reglas distintas, lo cual confunde nuestras mentes, ávidas de actividad y conexión, y estimula nuestra impaciencia.

De ese modo, quienes tele-trabajan desde casa tienen cada vez más dificultad en saber cuándo están trabajando y cuándo no, en separar la esfera privada y la esfera pública de la vida. Con las redes sociales la relación es incluso más compleja: uno puede comunicarse con su pareja, con su jefe y con su compañía de seguros en cuestión de minutos, así como empezar y terminar conversaciones a su voluntad, o tomarse el tiempo de elegir las palabras exactas que usará en tal o cual conversación (incluso editarlas en tiempo-real), y “bloquear” a las personas con quien desea cortar todo contacto. El lío es que eso es imposible afuera del mundo virtual.

Por otra parte, como dice el filósofo español Miquel Seguró, es normal que seamos impacientes ya que, como seres humanos, vivimos en reacción constante respecto al mundo exterior, nos movemos entre la pasión y la acción: deseamos no sólo producir o transformar nuestro entorno sino influir en los demás, crear, interactuar y dejar nuestra huella. El inconveniente es que la tecnología acentúa lo que Byung-Chul Han llama “Antropología de la acción”: la necesidad de llenar todos los momentos de tiempo libre con producción o consumo de experiencias. Ya que los dispositivos digitales aumentan las posibilidades de trabajar o comprar  —podemos hacerlo casi cualquier parte y a cualquier hora, y que dichas actividades se han convertido en objetivos centrales de nuestras sociedades, nos enfrentamos a un permanente estado de ánimo proclive a la compulsión. Así pues, la impaciencia genera más impaciencia y la propaga como un incendio invisible pero latente.

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Para varias culturas ancestrales como el pueblo Cofán del Amazonas, la comunidad mapuche y los antiguos griegos, la paciencia es un valor central: la observación y la contemplación son ejercicios indispensables para acceder al conocimiento, entablar conexiones con el mundo y, en algunos casos, sentir la alegría de vivir —que en la Grecia socrática se conocía como “eu̯dai̯monía”, o vida en armonía. Del mismo modo Simone Weil asocia, con mucha lucidez, la atención, la generosidad y el amor: “la atención es la más rara y pura forma de generosidad, es un tipo de amor que hace que las cosas se vuelvan luz”. No obstante, en el vaivén de interrupciones que domina el mundo moderno, sostener la atención, tener una experiencia prolongada, de cualquier tipo, se ha vuelto casi un privilegio. Quizás el sueño siga siendo nuestro último resguardo y eso explica el aumento del insomnio entre la población más joven.

Como afirma Zigmunt Bauman, este “síndrome de la impaciencia” es la negación de la idea de que “el tiempo es dinero”, la cual implicaba para Benjamin Franklin un elogio del tiempo, la consciencia de que es algo importante, valioso y que debemos cuidarlo como hacemos con nuestro dinero. En cambio ahora el tiempo se ha vuelto lo contrario, un impedimento para concretar nuestra productividad y consumo, “un fastidio y una faena, un desaire a la libertad humana (…) Si uno acepta esperar, posterga las recompensas, será despojado de oportunidades de alegría y placer (…)”.

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Contra todo pronóstico, hay visos de consciencia que contrapesan estos dilemas. Aunque es poco lo que se puede hacer, pues el capitalismo ha asimilado a través de la industria del Wellness muchas prácticas de ocio, bienestar y conocimiento para mejorar nuestro rendimiento —compañías como Google suelen tener salas de ping-pong o siestas y ofrecen sesiones de meditación y yoga para que sus empleados trabajen mejor—, hay algunas tentativas que ejercen la atención y la paciencia como mecanismos de resistencia. Desde las legendarias introspecciones meditativas de ermitaños, monjes y peregrinos que se retiran al silencio y dan cuenta de una vida de renuncia, pasando por las reuniones comunitarias que en muchas áreas rurales se realizan sin otro fin que el de juntar a grupos de personas para dialogar y pasar el tiempo, hasta los excéntricos concursos de “Space out” que empezaron a organizarse en Seúl, Korea del Sur, desde 2014, y que ocurren de la siguiente manera: alrededor de cien participantes acuden a un parque y se sientan en sus tapetes de yoga con la única finalidad de no hacer nada; en posición erguida, concentrados, estos koreanos, en su mayoría jóvenes que quieren darle tregua al estrés académico, laboral y al burn out (de tasa muy alta en este país), se esfuerzan por pasar al menos noventa minutos sin quedarse dormidos, mirar su teléfono o hablar con un vecino.

Por ridículo que pueda parecer, esta competencia se ha extendido a Beijing, Rotterdam, Hong Kong y Tokio, y no es el único caso que propone la no-actividad como muestra de rebeldía (¿desobediencia civil, acaso?) en nuestros días de autoexplotación. El filósofo esloveno Slavoj Zizek sostiene, que una de las pocas actividades profundamente revolucionarias en la contemporaneidad reside en no hacer nada.

—No actues, sólo piensa— exclama.

De vez en cuando valdría la pena hacer como Bartleby, personaje de la obra Herman Melville, y ante cualquier imperativo que obedezca las leyes del trabajo asalariado, el emprendimiento o cualquier idea de éxito profesional, responder de la siguiente forma y por el puro placer de llevar la contraria al mundo: Preferiría no hacerlo.

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