El amor político en los tiempos de la cólera electorera

Columnas Plebeyas

Hace unos días el extremo sur de nuestro continente nos sacudió: primero fue el atentado de odio contra la vicepresidenta de la Argentina, Cristina Fernández de Krichner; luego retumbó la negativa chilena a cambiar la constitución por una más incluyente y menos privatizadora. Además, vivimos la cólera electorera atizada por Bolsonaro contra Lula en Brasil… Por otro lado, los aires esperanzadores de las elecciones en Colombia, que se animaron, de la mano de Gustavo Petro y Francia Márquez, a desechar la exclusión, el odio y la venganza, prometen recuperar la dignidad del amor justo en la cosa-pública. No está en mis capacidades hacer un diagnóstico del continente, pero me gustaría hacer un pequeño ejercicio de memoria con ética en México.

En marzo de 2012 participé en un llamado del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) para pensar en la “república amorosa”, a la cual invitaba el entonces candidato y hoy presidente Andrés Manuel López Obrador. (Me quedan dedos disponibles en mi segunda mano para contar al público que asistió a mi presentación en la Facultad de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México; sin embargo, recuerdo con agradecimiento un par de caras amigas). La había intitulado “Amor(alismo). Reflexiones en torno al rojo amor que no se sonroja (o Ética y política sin moralinas)”.

En estos días convulsos volví a recordar esas reflexiones, que creo válidas, pues nunca me asustó la risa burlona silenciadora de aquellos que presumen superioridad intelectual, social, política y económica sobre los demás (no son tantos, pero cuentan con micrófonos y cámaras para amedrentar a quienes no les creemos). Recupero lo que considero que aún nos puede ayudar a pensar en estos días, en los cuales el odio colérico aspira a campear en nuestro país —parte de ese mismo continente—, que supura dolor por los muertos y desaparecidos que a todos nos conciernen. Es un llamado a una cordura con calma, que los que confunden lucidez con pesimismo frenético consideran ingenuidad o incluso estulticia y señalan como moralina con olor a incienso.

“Fuerte como la muerte es el amor”, reza el Cantar de los Cantares (pero presiento que lo es más). Es cierto que el amor no devuelve vida a los muertos; sin embargo, es capaz de inmunizar a los vivos contra las pasiones tristes que ante las muertes nos quieren paralizar o, peor aún, instar a reproducirlas.

Así, el filósofo Baruch Spinoza, que desde el siglo XVII definió al ser humano por el deseo, traza (podríamos decir) dos hemisferios: el del amor y el del odio. En el primero habitan las pasiones alegres, las que nos ligan a la vida; en el segundo, las pasiones tristes, aquellas que nos alejan del apego a la vida. Las pasiones atraviesan no sólo al individuo sino a la sociedad (concebir al ser humano en su individualidad es la fantasía de autoerotismo político más desafortunada del pensamiento): mientras las pasiones alegres fortalecen una sociedad y una organización en la esfera pública, las pasiones tristes la van minando. Por eso, un régimen político sostenido en el miedo (pasión triste por excelencia) tarde o temprano se quiebra. Cuando soplan los vientos sociales esperanzadores en las primaveras políticas, las sociedades se vuelven saludables y vigorosas. Vivimos en un mundo administrado por la industria bélica (que excede la fabricación de armas e incluye la alta tecnología al servicio del espionaje y del control de la movilidad de las poblaciones que ella misma empobrece mientras narcotiza a algunas mentes críticas, a golpes de adulaciones y privilegios). Noam Chomsky había advertido hace décadas de qué forma los medios fabrican el consenso, y queda claro que el belicismo es clave para sostener una economía neocolonial que, por vías legales e ilegales, se fundamenta en la acumulación por despojo.

Escribí en aquel momento que hay quienes, desde una roja izquierda, se sonrojan ante la palabra amor. Y tienen razón, porque el rojo melcocha del 14 febrero es falsedad que ofende a la roja sangre del 1° de mayo (vertida por amor a la justicia). También ofende el amor prostituido “por venales cardenales”, escribí hace 10 años, de una institución religiosa cuyos purpurados abiertamente hacían proselitismo a favor de sus amigos yunquistas. Pero las palabras (y los colores también) tienen vida propia, se resisten a ser secuestradas y las liga un impulso obstinado hacia la verdad. Habrá que trabajar para dignificar las palabras, entre ellas amor. En este sentido, una propuesta surgió en los diálogos heterónomos para leer críticamente la Guía ética para la transformación de México (que tuve la suerte de coordinar durante 15 sesiones entre abril y julio de 2021 por invitación de la Secretaría de Educación, Formación y Capacitación Política del Comité Ejecutivo Nacional de Morena, que dirige mi maestro Enrique Dussel). Se trata de un léxico para liberar las palabras políticas secuestradas por el neoliberalismo (que reduce la política a la mercadotecnia). Este proyecto, a su ritmo, promueve la reflexión en común para fertilizar sentidos sociales de lo político.

Recordar a Spinoza en su pensamiento ético y político es una manera eficaz de liberar la palabra amor de las garras de los prejuicios con los cuales se esfuerzan en disuadirnos los detentadores de la quejosa lucidez. Si la savia que irriga una organización social se apega a la vida y a su otro nombre, que es la justicia, entonces ese tejido se fortalece. Pero si por sus nervaduras sólo corre la hiel del odio, la desconfianza, el miedo al otro, el abuso legaloide, la venganza y el resentimiento, entonces se seca, envenenando todo lo que toca. Encierra, de este modo, a la palabra política en la mazmorra de la denuncia, quitándole luz y aire de esperanza y confianza para proponer otros mundos.

Es preciso aclarar que cuando decimos amor no nos limitamos a un sentimiento, sino a una forma de atención extrema (a un imperativo de introducir el cuidado en la esfera pública que resignifica humanamente el bienestar, más acá del desarrollismo). Una escucha hipersensible del otro, de los otros. Este amor no es asistencialismo, ni tampoco altruismo, y se construye todos los días. Se trata de una responsabilidad con la vida de cada otro, con el porvenir. Un amor libre de moralina escucha y se deja enseñar desprejuiciadamente por cada uno, por cada otra, desde una vulnerabilidad compartida. Y sólo este amor (tan lejos de la codiciosa “pasión por México” de entonces), manifestado a través de la cultura, de la libre palabra, en cada gesto cotidiano de atención, irá sanando el ácido de muerte y odio que se esfuerza por corroer día a día la confianza. (Por eso es imperativo hoy preguntarle a “Vamos México” a qué nos están invitando y hacia dónde quieren que vayamos, quién es “México” y qué destino le asignan a cada quien en esta hermosa tierra que no dudo en proclamar la capital del pluriverso).

Tres años después de la revolución de 1917, el poeta ruso Ósip Mandelstam advertía que había llegado el colectivismo a su tierra pero que era imperativo crear el ritmo social de lo colectivo, pues sin él la naciente forma política se quebraría. Ese ritmo social, agrego, es amor político en acto, pasión alegre spinoziana que aquí y ahora es imperativo alentar. Frente al vendaval de una cólera frenética (y conservadora, que lo único que se propone es frenar la potencia ética), diez años después, la palabra amor, definida socialmente como confianza, liberada de todo resto de moralina, sigue invitándonos a remontar el vuelo de la esperanza política. Porque nos son inherentes los muertos (nos in-hieren en nuestra común condición de vulnerables), vuelvo a afirmar que el amor es más fuerte que la muerte.

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