En un artículo reciente del portal Scheerpost el analista geopolítico Michael Brenner afirmó que Occidente se ha embarcado en un camino de suicidio colectivo. “Los líderes occidentales están viviendo dos acontecimientos asombrosos: la derrota en Ucrania y el genocidio en Palestina”, escribió. “El primero es humillante; el otro, vergonzoso. Sin embargo, no sienten humillación ni vergüenza. Sus acciones muestran vívidamente que esos sentimientos les son ajenos, incapaces de penetrar las afianzadas barreras del dogma, la arrogancia e inseguridades profundamente arraigadas”.
Este suicidio, cual hidra multicéfala, ostenta por lo menos tres cabezas: el suicidio moral en Gaza; el suicidio diplomático en Oriente Medio y Eurasia, y el suicidio económico basado en la desindustrialización de Europa y la desdolarización del mundo. Brenner es implacable en su análisis sobre cómo todo esto llegó a ser. Con el apoyo de sus élites, las acciones de los líderes occidentales son indicativas de “un patrón de comportamiento que se ha separado de la realidad”, amén de ser “autocontradictorias”, “insensibles a los eventos que alteran el panorama” y “radicalmente desequilibradas en sopesar beneficios / costos / riesgos y las probabilidades de éxito”. Y sentencia: “En condiciones de nihilismo, los asuntos de consciencia son irrelevantes”.
Volví a pensar en el artículo ahora que una entrevista con Andrés Manuel López Obrador fue transmitida en el programa “60 Minutes”. Con un formato sobrio y virtualmente inalterado desde su estreno en 1968, se trata de una emisión que pudieron ver nuestros padres y abuelos por igual. A diferencia de la más reciente generación de programas en canales como Fox y Breitbart, su público tiende a ser —dentro del rango estadounidense— un tanto más comedido. No así cuando se trató la propuesta migratoria del presidente mexicano, que incluye poner fin al embargo contra Cuba y las sanciones contra Venezuela, regularizar a los connacionales indocumentados que llevan más de cinco años en Estados Unidos e invertir 20 mil millones de dólares en programas sociales para América Latina y el Caribe. Tanto en la cuenta de Facebook como en la de Twitter/X del programa, las reacciones oscilaban entre lo histérico y lo apocalíptico. Entre el abanico de respuestas, había llamados para aplicar tarifas a México, gravar las remesas para construir el muro, iniciar deportaciones en masa, invadir el país (sugerencia que incluía un gif mostrando una guerra nuclear), anexarlo y destituir al gobierno por medio de un golpe de Estado, además de una serie de sugerencias de que el mandatario practicara varios tipos de actos sexuales consigo mismo. Lo anterior salpicado, por supuesto, con referencias a un “narcoestado”, un “estado terrorista” y demás.
Aun tomando en cuenta el estado general de las redes sociales y el claro hecho de que el público de redes no es necesariamente una muestra representativa de una nación, las respuestas fueron reveladoras. ¿Pero de qué? De que, a pesar del declive del poder unilateral de Estados Unidos y el fracaso de sus guerras recientes, directas o por proxy, nada de eso ha hecho mella en la combinación de dogma, arrogancia e inseguridad mencionada por Brenner. Incluso parece haberla exacerbado. Y el que un presidente de México defienda los intereses de su nación, comunique otro punto de vista u —¡horror!— ofrezca una contrapropuesta migratoria sencillamente no tiene cabida en esta mentalidad, que sólo puede entenderlo como un “chantaje” o “extorsión”. Rasca al bully y encontrarás una (autoproclamada) víctima; la furia desatada de un país que se considera no sólo excepcional, sino exento de las leyes de la historia. O más bien, uno que se ha separado de la realidad. Sin humillación. Y sin vergüenza.